Lo profano es lo mundano, lo que está alejado de la espiritualidad y de las cuestiones elevadas. La santidad es la vida de la gracia santificante en nuestra alma. Todos estamos llamados a ser santos, a vivir en gracia de Dios para, así, un día poder alcanzar la bienaventuranza eterna con nuestro Creador. Muchos creen que solo en las virtudes heroicas está la santidad, sin embargo cualquiera que vive en gracia ya lleva una vida de santidad. La santidad no es inalcanzable (ver aquí: ).
La santificación es un proceso por medio del cual, el creyente -que acepta y mantiene íntegra la fe recibida- va creciendo constantemente en santidad por la obra continua del Espíritu Santo iniciada con su incorporación a la Iglesia mediante el sacramento del Bautismo y que se extiende hasta la muerte. Implica apartarse de todo lo que es pecaminoso y que contamina tanto al cuerpo como al alma, llevar una conducta santa en toda nuestra manera de vivir y de relacionarnos con los demás, y separarse del mal y dedicar nuestra vida, dentro de nuestro ámbito, a Dios y estar fielmente a su servicio. La vida sacramental frecuente, la oración, la penitencia y las práctica de las virtudes, en especial la caridad, acrecentarán este proceso.
Nos dice san Pablo: "Así que, hermanos, estad firmes en la fe, y mantened las tradiciones o doctrinas que habéis aprendido" (2ª Tesalonicenses 2: 14) y también señala: "mas ahora que habéis sido liberados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna" (Romanos 6:22).
Luego, la solución verdadera es convertirnos a Cristo, adecuar nuestro corazón y nuestra voluntad a la Voluntad de Dios y no querer mundanizar la Iglesia ni adaptarla al mundo, que es uno de los tres enemigos del alma junto con la carne y el demonio. No se debe adecuar la enseñanza divina, el Depósito de la fe, conforme al criterio y modas del mundo, sino que se deben convertir nuestros corazones a Dios y aceptar y seguir su doctrina y sus leyes. La Iglesia debe mover al mundo y no moverse con el mundo, decía Chesterton. ¡Hay que transformar corazones y no deformar la Iglesia!
Estando firmes en la fe que hemos recibido y obrando de acuerdo con la misma, alcanzaremos un día la dicha de vivir eternamente con Dios. He ahí la verdadera y única solución.
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