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LOS LAICOS TAMBIÉN DEBEN PROPAGAR Y DEFENDER LA FE CATÓLICA SIN LA CUAL ES IMPOSIBLE AGRADAR A DIOS

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  • «Sin la fe es imposible agradar a Dios»Carta a los Hebreos, 11: 6.


"No resistir el error, es aprobarlo; no defender la verdad, es ahogarla... Quien cesa de oponerse a un crimen manifiesto, puede ser considerado como cómplice secreto del mismo".
(San Félix III, Papa).

"Siendo, pues, la fe necesaria para la salvación..."
S.S. León XIII

"... Es preciso que cada uno entre en sí mismo, procurando con exquisita vigilancia conservar hondamente arraigada en su corazón la fe, precaviéndose de los peligros, y señaladamente siempre bien armado contra varios sofismas engañosos. Para mejor poner a salvo esta virtud, juzgamos sobremanera útil y por extremo conforme a las circunstancias de los tiempos el esmerado estudio de la doctrina cristiana, según la posibilidad y capacidad de cada cual; empapando su inteligencia con el mayor conocimiento posible de aquellas verdades que atañen a la religión y por la razón pueden alcanzarse. Y como quiera que no sólo se ha de conservar en todo su vigor pura e incontaminada la fe cristiana, sino que es preciso robustecerla más cada día con mayores aumentos, de aquí la necesidad de acudir frecuentemente a Dios con aquélla humilde y rendida súplica de los Apóstoles: Aumenta en nosotros la fe [i][ix].

Obligación del individuo y de la Iglesia de propagar la fe

Es de advertir que en este orden de cosas que pertenecen a la fe cristiana hay deberes cuya exacta y fiel observancia, si siempre fue necesaria para la salvación, lo es incomparablemente más en estos tiempos. Porque en tan grande y universal extravío de opiniones, deber es de la Iglesia tomar el patrocinio de la verdad y extirpar de los ánimos el error; deber que está obligada a cumplir siempre e inviolablemente, porque a su tutela ha sido confiado el honor de Dios y la salvación de las almas. Pero cuando la necesidad apremia, no sólo deben guardar incólume la fe los que mandan, sino que cada uno esté obligado a propagar la fe delante de los otros, ya para instruir y confirmar a los demás fieles, ya para reprimir la audacia de los infieles [ii][x]. Ceder el puesto al enemigo, o callar cuando de todas partes se levanta incesante clamoreo para oprimir a la verdad, propio es, o de hombre cobarde, o de quien duda estar en posesión de las verdades que profesa. Lo uno y lo otro es vergonzoso e injurioso a Dios; lo uno y lo otro, contrario a la salvación del individuo y de la sociedad: ello aprovecha únicamente a los enemigos del nombre cristiano, porque la cobardía de los buenos fomenta la audacia de los malos.

13. Condenación de la desidia

Y tanto más se ha de vituperar la desidia de los cristianos cuanto que se puede desvanecer las falsas acusaciones y refutar las opiniones erróneas, ordinariamente con poco trabajo; y, con alguno mayor, siempre. Finalmente, a todos es dado oponer y mostrar aquella fortaleza que es propia de los cristianos, y con la cual no raras veces se quebrantan los bríos de los adversarios y se desbaratan sus planes. Fuera de que el cristiano ha nacido para la lucha, y cuanto ésta es más encarnizada, tanto con el auxilio de Dios es más segura la victoria. Confiad: yo he vencido al mundo [iii][xi]. Y no oponga nadie que Jesucristo, conservador y defensor de la Iglesia, de ningún modo necesita del auxilio humano; porque, no por falta de fuerza, sino por la grandeza de su voluntad, quiere que pongamos alguna cooperación para obtener y alcanzar los frutos de la salvación que Él nos ha granjeado.

14. El deber de la profesión y propagación de la doctrina católica

"¿Cómo creerán en Él,
si de Él nada han oído hablar?"
Lo primero que ese deber nos impone es profesar abierta y constantemente la doctrina católica y propagarla, cada uno según sus fuerzas. Porque, como repetidas veces se ha dicho, y con muchísima verdad, nada daña tanto a la doctrina cristiana como el no ser conocida; pues, siendo bien entendida, basta ella sola para rechazar todos los errores, y si se propone a un entendimiento sincero y libre de falsos prejuicios, la razón dicta el deber de adherirse a ella. Ahora bien: la virtud de la fe es un gran don de la gracia y bondad divina; pero las cosas a que se ha de dar fe no se conocen de otro modo que oyéndolas. ¿Cómo creerán en Él, si de Él nada han oído hablar? ¿Y cómo oirán hablar de Él si no se les predica?… Así que la fe proviene de oír, y el oír depende de la predicación de la palabra de Cristo [iv][xii]. Siendo, pues, la fe necesaria para la salvación, síguese que es enteramente indispensable que se predique la palabra de Cristo.

Deber de la jerarquía y de los laicos

El cargo de predicar, esto es, de enseñar, por derecho divino compete a los maestros, a los que el Espíritu Santo ha instituido Obispos para gobernar la Iglesia de Dios [v][xiii], y principalmente al Pontífice Romano, Vicario de Jesucristo, puesto al frente de la Iglesia universal con potestad suma como maestro de lo que se ha de creer y obrar. Sin embargo, nadie crea que se prohíbe a los particulares poner en uso algo de su parte, sobre todo a los que Dios concedió una buena inteligencia y el deseo de hacer bien; los cuales, cuando el caso lo exija, pueden fácilmente, no ya arrogarse el cargo de doctor, pero sí comunicar a los demás lo que ellos han recibido, siendo así como el eco de la voz de los maestros. Más aún, a los Padres del Concilio Vaticano les pareció tan oportuna y fructuosa la colaboración de los particulares, que hasta juzgaron exigírsela: A todos los fieles, en especial a los que mandan o tienen cargo de enseñar, suplicamos encarecidamente por las entrañas de Jesucristo, y aun les mandamos con la autoridad del mismo Dios y Salvador nuestro, que trabajen con empeño y cuidado en alejar y desterrar de la Santa Iglesia estos errores, y manifestar la luz purísima de la fe [vi][xiv].

Por lo demás, acuérdese cada uno de que puede y debe sembrar la fe católica con la autoridad del ejemplo, y predicarla profesándola con tesón. Por consiguiente, entre los deberes que nos juntan con Dios y con la Iglesia se ha de contar, entre los principales, el que cada uno, por todos los medios procure defender las verdades cristianas y refutar los errores.

Sapientiae Christianae, Encíclica de LEÓN XIII, Acerca de las obligaciones de los cristianos. Del 10 de enero de 1890


[i][ix] Luc. 18, 5.
[ii][x] S. Th. 2. 2ae. 3, 2 ad 2.
[iii][xi] Io. 16, 33.
[iv][xii] Rom. 10, 14, 17.
[v][xiii] Act. 20, 28
[vi][xiv] Const. Dei Filius.



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