El último dogma de fe proclamado solemnemente por la Iglesia católica es la Asunción de la Virgen María, en cuerpo y alma, a la gloria del cielo. Para fundamentar esta definición, el Magisterio tomó en cuenta el consenso de los fieles, verificable en los más diversos tiempos y lugares; la abundancia de templos e imágenes que tempranamente honraron ese misterio; las diócesis y ciudades que lo ostentan como su nombre patronal; la fiesta litúrgica celebrada, desde muy antiguo, en Oriente como Occidente; la enseñanza constante y uniforme de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia, y la doctrina de probados teólogos.
La Sagrada Escritura, aunque silencia la muerte de María y su resurrección, muestra a la Madre del Señor siempre unida a la persona y destino de su Hijo divino. Vencedora ya del imperio del pecado por su Inmaculada Concepción (privilegio que el Hijo le conquistó por la sangre de su cruz), la fe de la Iglesia no dudó en extender esta solidaridad de destinos entre ambos, afirmando que también Ella venció, como Jesús, el poder de la muerte y corrupción del sepulcro.
En virtud de este hecho, no sólo el alma de María goza ya de la plena visión de Dios: también su cuerpo, antes domicilio de la divinidad, tras una momentánea dormición se ha revestido de las propiedades del cuerpo glorioso de Cristo resucitado. Es la persona entera de María, alma y cuerpo, espíritu y corazón, la que ha hecho su ingreso triunfal en el cielo, anticipando lo que el común de los elegidos espera disfrutar en el Día final.
La devoción popular suele referirse a esta fiesta con el nombre de "Tránsito". Es, en efecto, un paso, una pascua, un progreso victorioso. La sola enunciación del misterio nos recuerda que la vida no se detiene: su ley inmanente es crecer, fructificar, perfeccionarse. El otro nombre, "Asunción", aporta dos ideas-fuerza: nuestro camino es ascendente, sin otro límite y destino que el cielo; y nuestra ascensión es posible porque Uno, más fuerte que nosotros, nos atrae hacia lo alto.
La Virgen Asunta en cuerpo y alma al cielo se convierte así en Icono de la Iglesia que camina en la esperanza e indeclinable nostalgia hacia la gozosa reunificación con el Esposo. Mirarla, invocarla, celebrarla implica pasar victoriosamente de la angustia a la esperanza, de la soledad a la comunión, de la turbación a la paz, del tedio y de la náusea a la alegría y belleza, de las perspectivas temporales a las certezas y posesiones eternas: de la muerte a la vida.
Un primer nivel en que debería concretarse este tránsito pascual es el de nuestras conversaciones. En familia, en la educación, en las comunicaciones sociales han de abrirse y potenciarse instancias de elevación del alma hacia aquellos temas y valores que, como ella, no quieren ni pueden morir. El Hombre es mucho más que una concatenación de miserias, servidumbres y frivolidades del diario devenir. Tiene hambre de Dios, sed de Infinito. Es buscador del Último Sentido. Maestros, predicadores, comunicadores que aciertan en abrir esos espacios y habilitar tales instancias de elevación del alma prestan un servicio inapreciable y honran la dignidad del ser humano.
Un segundo nivel de elevación se encuentra en el ámbito de nuestras aspiraciones. Tendemos a conformarnos con lo que hay, en lugar de arriesgarnos a lo que viene y será mejor. Celebrar la Asunción, no sólo un 15 de agosto sino en cada cuarto misterio glorioso del Rosario, importa un compromiso continuo de excelencia y aristocracia espiritual. Es un nivelar hacia arriba, un habituarse a perseverar en camino ascendente. Es la ley de inercia del amor, que una vez iniciado quiere siempre más.
Y un tercer nivel de elevación es el de nuestras depresiones. Los devotos de la Asunción se regocijan en saberse dotados y llamados a inyectar, en nuestra convivencia, un tono vital de alegría y optimismo. Contemplando a María, se ven a sí mismos cantando el Magníficat que anuncia las victorias de Dios. Descansan, se recrean en la certeza de que hay en el cielo una Madre que los llama por su nombre y los cubre con su manto.
Pbro. Raúl Hasbún