Navidad es la fiesta de la humanidad de Dios, de un Dios que ha querido hacerse hombre para participar de la condición humana, para ponerse así en favor del hombre para redimirlo y rescatarlo del pecado. Si es admirable el modo como creó la dignidad de la naturaleza humana, nos resulta más admirable la manera en que la restauró.
Esta es la fiesta de júbilo, porque no solo estuvo Dios con nosotros entonces, sino también ahora está entre nosotros al permanecer -con su Presencia Real- en la Eucaristía.
Navidad tras Navidad renace nuestra esperanza y nosotros tenemos el deber de sembrar y comunicar esa esperanza y ese júbilo en derredor nuestro.
¡Alegraos! El Señor está cerca. El ángel que comunicó a los pastores el nacimiento del Mesías les dijo que esa noticia les iba a llenar a todos de gozo. Por eso nuestro corazón exulta de amor ante ese Niño al que nadie quería dar posada y al que acabarán repudiando como Mesías y terminarán colgándolo de un madero y dándole muerte como si fuese un criminal.
Hoy sabemos que el Señor ha venido a salvarnos y para ello se hizo Niño y que más tarde lo veremos en toda su gloria venir a juzgarnos y, si somos fieles hasta el fin, a decirnos "Venid conmigo benditos de mi Padre".
Conmemoremos esa Noche Buena que dio cumplimiento a las profecías. Postrémonos llenos de amor, ante el Dios Niño que yace pobrecito en un portal abrigado con la paja. Ofrendémosle sinceramente nuestro corazón. No hagamos lo que ahora casi todo mundo hace: olvidarse de Aquél que es el celebrado. Prometámosle serle fieles hasta el último día de nuestra vida, pidámosle la gracia de nunca volver a pecar mortalmente y hagamos el firmísimo propósito de no seguir a los falsos pastores que desvirtúan su mensaje y tratan de destruir su Iglesia. Sabemos que su doctrina es inmutable y que quienquiera que la contradiga no debe ser seguido en su desviación.
Oh Dios, que has hecho brillar esta sacratísima noche con el resplandor de la verdadera luz, concédenos disfrutar en el cielo de los gozos de esa misma luz.