Es evidente que el católico promedio no asocia la alegría con la santidad, posiblemente porque identifica la santidad como sinónimo de miseria, piensa que la vida de piedad no puede ser alegre.
Existen dos clases de alegría: una, la de aquellos que encuentran alegría donde tendrían motivo para entristecerse, esto es, en el pecado.
El espíritu del mundo, renuncia al Cielo para colocar aquí abajo su paraíso. El mundano opta por los bienes y placeres de la tierra, en vez de las riquezas y la felicidad eternas.
No améis al mundo ni las cosas que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida, no es del Padre sino del mundo.1
El mundo es un sistema inmenso y universal de escándalo al servicio del infierno. Esa es la malicia específica que Nuestro Señor Jesucristo anatemizó: Ay del mundo por sus escándalos,2 luego, no son el pecado y el placer, sino la virtud y el sacrificio las fuentes caudalosas de la alegría y la felicidad.
«Los santos, mientras vivían en este mundo, estaban siempre alegres, como si siempre estuvieran celebrando la Pascua».3
I. La alegría como fruto del Espíritu Santo
La otra es la alegría cristiana, muy distinta porque más allá de las sombras del misterio y tras el velo de las lágrimas, alcanza y saborea una alegría verdaderamente tranquila, veraz y duradera, como los bienes en los que se funda: la tranquilidad de conciencia, la amistad con Dios, la justa apreciación de los bienes de esta vida, la paciencia en las adversidades, la esperanza de los bienes eternos, son fuentes inagotables de indecible y sólida alegría. No hay fuerza humana o de acontecimientos que pueda arrebatar esta perfecta alegría que anida en las íntimas profundidades del alma y que se identifica con el amor de Jesucristo.4
La Sagrada Escritura utiliza la denominación «fruto» o «frutos» para referirse a la presencia y actuación del Paráclito. Santo Tomás de Aquino dice: «son frutos del Espíritu Santo todos aquellos actos virtuosos en los que el alma halla consolación espiritual».
En efecto, pensemos en Zaqueo, el publicano y recaudador de impuestos con fama de pecador público. Su éxito lo había hecho rico y famoso, y había llegado a ser jefe de publicanos.5 Salió a la calle para ver quién era Jesús. Cuando Jesús llegó a este lugar, levantó los ojos y dijo: «Zaqueo, desciende pronto, porque hoy es necesario que Yo me hospede en tu casa».
Una alegría intensa inundaba su corazón, jamás había experimentado un gozo semejante. De no haber respondido prontamente a la invitación del Señor, le habría ocurrido como a cierto rico dignatario, que optó por los tesoros terrenales marchándose «muy triste».6
Todo el que tiene interés por descubrir la verdad, encuentra, como Zaqueo la higuera que le haga ver a Jesús y encontrar la verdadera felicidad.
Se puede comparar al hombre en cuyo corazón mora el Espíritu Santo a un vigoroso árbol que produce los mejores y más dulces frutos, es decir, obras de virtud y santidad. Pero si el espíritu del mundo, la carne y el orgullo de la vida han tomado posesión del alma, el hombre es como un árbol malo que produce malos y amargos frutos. Las obras de la carne, en oposición a las del Espíritu, son frutos de la muerte.
Los frutos del Espíritu Santo endulzan nuestra vida aquí en la tierra y dan la seguridad de nuestro regocijo en el amor del Espíritu Santo por toda la eternidad.
El hombre busca la felicidad, pero nada de este mundo puede dársela, porque la verdadera felicidad es el fruto sobrenatural de la presencia de Dios en el alma. Es la felicidad de los santos. Los santos la viven en las más adversas circunstancias y nada ni nadie se las puede quitar.
San Felipe Neri ilustra admirablemente la felicidad de la santidad.
El Santo estaba acostumbrado a pedir diariamente por el Espíritu Santo. En la víspera de la fiesta de Pentecostés de 1544, volvió a suplicar fervientemente las gracias y dones del Paráclito, cuando vio venir del cielo un globo de fuego que penetró en su boca y se dilató en su pecho. El santo se sintió poseído por un amor de Dios tan grande que parecía ahogarle; cayó al suelo, como derribado y exclamó con acento de dolor: «¡Basta, Señor, basta! ¡La fragilidad humana es incapaz de soportar tanta felicidad!» Cuando recuperó plenamente la conciencia, descubrió que su pecho estaba hinchado, teniendo un bulto del tamaño de un puño; pero jamás le causó dolor alguno. A partir de entonces, San Felipe experimentaba tales accesos de amor de Dios, que todo su cuerpo se estremecía. A menudo tenía que descubrirse el pecho para aliviar un poco el ardor que lo consumía; y rogaba a Dios que mitigase sus consuelos para no morir de gozo. Tan fuertes era las palpitaciones de su corazón que otros podían oírlas y sentirlas, especialmente años más tarde, cuando como sacerdote, celebraba la Santa Misa, confesaba o predicaba. Había también un resplandor celestial que desde su corazón emanaba calor. Tras su muerte, la autopsia del cadáver del santo reveló que tenía dos costillas rotas y que éstas se habían arqueado para dejar más sitio al corazón.
¿Quién no envidiaría a este Santo por disfrutar en un grado tan intenso el dulce fruto de la alegría del Espíritu Santo?
En su libro «El Pastor», Hermas a mediados del siglo II da una serie de recomendaciones a los cristianos referentes a la importancia de evitar la tristeza y estar alegres:
Arranca, pues, de ti la tristeza y no atribules al Espíritu Santo que mora en ti, no sea que supliques a Dios en contra tuya y se aparte de ti. Porque el espíritu de Dios, que fue infundido en esa carne tuya, no soporta la tristeza ni la angustia.
Revístete, pues, de la alegría, que halla siempre gracia delante de Dios y le es acepta, y ten en ella tus delicias. Porque todo hombre alegre obra el bien y piensa en el bien y desprecia la tristeza. En cambio, el hombre triste se porta mal en todo momento. Y lo primero en que se porta mal es en que contrista al Espíritu Santo, que le fue dado alegre al hombre. En segundo lugar, comete una iniquidad, por no dirigir súplicas a Dios ni alabarle; y, en efecto, jamás la súplica del hombre triste tiene virtud para subir al altar de Dios.7
II. La tristeza del mundo
Mientras que la consolación acompaña a los frutos del Espíritu Santo, la desolación espiritual acompaña a los frutos de la carne, que San Pablo enlista en su Carta a los Gálatas:
«Y las obras de la carne son manifiestas, a saber: fornicación, impureza, lascivia, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas, celos, ira, litigios, banderías, divisiones, envidias, embriagueces, orgías y otras cosas semejantes, respecto de las cuales os prevengo, como os lo he dicho ya, que los que hacen tales cosas no heredarán el reino de Dios».8
La alegría de quienes aunque no la encuentran en el pecado, se deleitan en los honores, en las riquezas, en las comodidades de la vida y en todo aquel cúmulo de frivolidades que un refinamiento insaciable va acumulando sobre los grandes caminos del progreso.
Esta alegría, aún la menos culpable, es frívola, falsa, momentánea. Es frívola porque satisface más a los sentidos que al alma. Es falsa, parece alegría, pero no lo es, llena el corazón por breves momentos, pero pronto lo deja vacío y descontento. Es momentánea, fugaz. La vida del ser humano es muy breve y con frecuencia regada de lágrimas. Los bienes materiales no pueden darnos la felicidad.9
No son el pecado y el placer, sino la virtud y el sacrificio las caudalosas fuentes de la alegría y la felicidad.
«Porque no hay nada más infeliz que la felicidad de los que pecan».10
La tristeza es un vicio causado por el desordenado amor de sí mismo, que no es un vicio especial, sino la raíz general de todos ellos.11
La tristeza mueve a la ira y al enojo; y así experimentamos que, cuando estamos tristes, fácilmente nos enfadamos y airamos de cualquier cosa; y más, hace al hombre impaciente en las cosas que trata, le hace sospechoso y malicioso, y algunas veces turba de tal modo la tristeza, que parece que quita el sentido y saca fuera de sí.12
El gozo es pleno cuando no hay más que desear. Pero mientras estamos en este mundo, no descansa el inquieto impulso de nuestro deseo, por tener todavía que acercarnos más a Dios por la gracia.13
El genial Gilbert K. Chesterton en su poema «Balada del Caballo Blanco», «hace una defensa de la cultura cristiana frente al paganismo representado por el ejército danés». Contrastando brillantemente el gozo del cristianismo con la lasitud pagana, el poema relata la invasión de Inglaterra cristiana por los paganos daneses bajo Guthrum.
En la «Balada», los cristianos son representados por Alfredo el Grande, hombres «llenos de la alegría de los gigantes», porque un cristiano no puede serlo y no tener gozo, ni fe, ni esperanza. Contrariamente, los paganos daneses son personas que miran «únicamente con ojos cargados». Guthrum, el líder pagano, aparece sentado frente al fuego «con la sonrisa congelada en sus labios». Los paganos no sabían reír, porque «sus dioses eran más tristes que el mar».
Para los paganos, la historia es cíclica, es como una rueda de la fortuna, círculos en los que tienen lugar una serie de eventos, como las estaciones, infinitamente repetitivos y sin variación alguna, lo cual explica por qué la indiferencia y el aburrimiento son distintivos del paganismo y del ateísmo. El sinsentido de la vida enloquece. Es como un continuo golpearse la cabeza contra el muro, o, como cavar un hoyo y volverlo a tapar una y otra vez.
San Pablo, en su Carta a los Romanos describe las miserias del mundo pagano: avaricia, maldad, dureza de corazón, perversiones sexuales, homicidios, chismes, detracción, altanería, fanfarronería…,14 y señala asimismo que en la negación del Dios Verdadero está el origen de todos estos males: «Trocaron la verdad de Dios [que es luz y alegría] por la mentira [que es oscuridad y tristeza], y adoraron y sirvieron a la criatura en lugar de al Creador, que es bendito por los siglos, amén. Y por eso los entregó Dios a las pasiones vergonzosas».15
La Verdadera Fe en cambio es lineal. Para el discípulo de Jesucristo, la vida no es un viaje sin sentido o sin propósito, no es una simple espiritualidad, o «cosmovisión» desorientada, que no lleva a ninguna parte, tiene una meta.
III. Felicidad no es lo mismo que placer
El hombre sensual confunde el placer con la felicidad. Su ansia de placer acaba con el verdadero amor. La verdadera alegría brota de quien siente su vida útil para los demás. Las buenas acciones generan satisfacción interior. La buena conciencia siempre produce alegría.
El placer pertenece al mundo, la alegría al Cielo, y hay un mundo de diferencia entre los dos.
Decía Pascal: «La felicidad es un artículo maravilloso. Cuanto más se da, más le queda a uno»:
Cuando el corazón es amoroso cien por ciento, el fruto de ese amor es la alegría. Es una alegría que el mundo no puede producir, es una alegría que sólo se conoce en el Cielo y viene de ahí para vivificar y dar esperanza a otros en este Valle de Lágrimas. No es algo que se encienda, es algo que se irradia del interior. Si alguna vez ha estado ante la presencia de una persona dotada con esta alegría, ha sabido de inmediato que venía del Espíritu Santo. Es la forma como Dios actúa. En el pasado y en el presente, cuando parece que el mal dominará al mundo, hay personas en esta tierra dotadas de esta alegría como un signo a Satanás, de que Dios aún está al mando. Esta alegría celestial llena a un alma sólo porque está llena de amor, que es el reflejo del amor del Espíritu Santo. El infierno, es el lugar donde el último gramo de amor abandona el alma en el momento en que entra ahí. No hay amor en el infierno.16
Nehemías vuelto del cautiverio de Babilonia, hizo que se leyera ante el pueblo la Ley Divina. Todos lloraban llenos de arrepentimiento, más, el profeta necesita un pueblo valiente y fuerte para la reconstrucción de las murallas de Jerusalén, por lo cual exhortó: «No os aflijáis, pues el gozo de Yahvé es vuestra fortaleza».17
1 1 Juan, 2, 15-16.
2 SAN MATEO 18, 7.
3 SAN ATANASIO, Carta 14, 1-2.
4 Cf.: CAVATONI, P. ANGEL, Letanías de la Santísima Virgen.
5 SAN LUCAS 19, 1-10.
6 Cf. SAN LUCAS 18, 23.
7 HERMAS, «El Pastor», Mandamientos, 10, 2-4.
8 GÁLATAS 5, 19-21.
9 Cf.: CAVATONI, P. ANGEL, Letanías de la Santísima Virgen.
10 SAN AGUSTÍN, De la vida feliz, 10.
11 AQUINO, SANTO TOMÁS de, S. Th. II-II, q. 28, a. 4 ad 1
12 SAN GREGORIO MAGNO, Moralia 1, 31, 31.
13 AQUINO, SANTO TOMÁS de, S. Th. II-II, q. 28, a. 3
14 Cf.: ROMANOS 1, 29-31.
15 ROMANOS 1, 24.
16 VALENTA, OFM Conv., P. STEPHEN, La jornada de la cabeza al Corazón y más allá.
17 NEHEMIAS 8, 10.