ANACRUSA
"Tras la solemne obertura del Bautismo en el Jordán y el señalamiento como Cordero, propiamente comienza a rodar la vida pública del Señor. Las escenas intensas de su nacimiento e infancia están aún frescas y vibrantes en nuestro interior: ese Niño que corretea con su mejor amigo por las empedradas callejuelas de Nazaret, sorteando a mercaderes y vecinos, en ese juego recurrente de ver quién de ambos llega antes a la fuente de la plaza para mojar al otro, hasta empaparse de risa. O tantas otras escenas…
Pero la infancia pasó. Y tras el interludio de Bautismo y Cordero, el relator lleva el cuadro a negro y demora con audacia el efecto para remarcar los largos años transcurridos, para luego amanecer despacio la escena a orillas del Mar de Galilea.
Estalla la primavera, en una exuberancia casi exagerada. Hay algo incluso, cómo no, de revanchismo en sus aromas y colores, vengando el triste y gélido invierno. Pero hay arrullo en la tórtola y flor en el almendro. Zumbido de abejas y el perfume intenso del tomillo, embriagándolo todo.
Atardece en Galilea y corre una brisa fresca y ligera. Cientos de embarcaciones han retornado al muelle como aves a su nido y se ocupan con denuedo en las faenas finales de la jornada de pesca: gaviotas y garzas revolotean sobre el enmarañado de barcazas y botes y sobre todo danzando en círculos arriba de las redes extendidas sobre el estrecho muelle, con más aires lúdicos que de supervivencia.
Lo mismo cabría decir de los pescadores: todo es risa y jarana, a pesar del cansancio. No hay ni mujeres ni niños: todo el cuadro es de una compacta virilidad: los cantos, los chistes, los gritos punzantes, los esfuerzos vigorosos, los gestos bruscos que amerita la tarea. Pesados canastos colmados de peces fulguran entre los granos de sal, que atravesados por los resplandores de la tarde relucen como perlas y diamantes. Más que pescado en sal parece el botín de guerra usurpado al Leviatán.
Entonces aparece el Señor
Decir que su entrada en escena es perfecta resulta un pleonasmo. Pero, ¿cómo acertar al elogio para describir ese ingreso tan sutil como firme? Algo así como el primer acorde del solista en un concierto para piano y orquesta: ni un ataque al teclado violento, ni una entrada tenue y vaporosa: solemne y simple, debería indicar el pentagrama. Así, el Señor entrando en escena.
Ni Shakespeare ni Claudel habrían sabido diseñar un ingreso del protagonista como, soplado por Dios, lo describe el evangelista.
Jesús está caminando por la orilla del lago. Entra caminando. Como si lo viniera haciendo de hace rato, desde vaya a saber cuándo y dónde. Como de lejos cae la hoja de Rilke. Es el mismo Rostro que hemos conocido en Nazaret: ese mismo Niño de pelo oscuro rozando las puntas del trigal es el que avanza ahora a paso sereno pero firme, sencillo pero hidalgo por la empedrada costanera del Lago. Sus brazos cuelgan a sus lados sin tensión. Pero quien se fija bien, nota que sus dedos se abren apenas como acariciando una era invisible. Como un ciego palpa su braile, el Señor lee el tiempo cumplido, la mies madura, la siega a punto. Camina sin detenerse. Avanza, tal vez sea el verbo más oportuno. Como avanza un pastor hacia los pastos o un guerrero a la batalla.
Antes de una instancia solemne y decisiva hay un momento, un instante previo. En que toda la anterioridad se engolfa como agua en un dique. Inminencia es su nombre. Anacrusa, dirían los músicos.
La vida pública del Señor ya ha sido echada a rodar, sin retorno posible. Pero el Logos eterno hecho ese-hombre-Jesús aún tiene sus labios sellados, su ministerio intacto, sin estrenar. Camina sobre la epidermis del orbe, como un Arquitecto por entre sus planos y maquetas. Sabe muy bien lo irreversible de lo ya lanzado y a punto de comenzar. Son esos pocos metros que lo separan todavía de la barca de Pedro y Andrés, metros que condensan toda la distancia sideral de Dios al Hombre…
Aún ningún hombre había tergiversado una sola palabra del Verbo. Nadie lo había resistido, negado, ni calumniado, ni burlado, ni cuestionado, ni acusado… pero la saeta divina ya había salido de Manos del eterno Arquero y avanzaba hacia el corazón humano…
Cristo avanza, entre barcas y barcarolas, redes y canastos, montañas de sal, jóvenes y ancianos, risas y arengas. Pasa por entre medio, sin zigzagueos, como si lo atravesara todo. La Luz no sabe doblar… Avanza por el caótico escenario casi sin ser visto. Va derecho hacia sus elegidos. Ha rezado la noche entera por ellos: para que dieran su sí. Un sólo error y abortaría el salvataje de la raza humana. No alcanzaba con el sí de María. Miríadas de ángeles balconean sobre la tarde en Tiberíades, expectantes de los imprescindibles cuatro sí incondicionales…Cuando el misterio es muy impresionante, nadie osa desobedecerlo, se esperanzan los seráficos espectadores. Eran ya casi las cuatro, en sombra de la tarde.
Cristo avanza. Avanza hacia Pedro, hacia Andrés, Santiago y Juan. Conoce el corazón de cada uno. Los ve, de modo ubicuo, reinando en doce cetros a su lado; los ve sembrando sangre en sus martirios; los ve anunciar, muy lejos de Galilea, al Mesías resucitado. Los ve en este mismo lago, con las sombras inversas, uno gritando ¡es el Señor!; otro empapado a sus pies confesando su amor… Como los ve en Getsemaní, en el Lavatorio, o mirándolo con cara de desorientados…
Jesús sabe perfectamente lo que está por comenzar, el Rubicón a punto de cruzar, y en ese clima es que avanza hacia la barca de Simón Bar-Jonás, para bajar la batuta y dar comienzo a la música que salvaría al Mundo.
Esos pocos metros, caminando a orillas del lago, eran también el último adiós de sus entrañables años de vida oculta. Y por eso también esa caminata sabe a despedida. El olor a tomillo le recuerda la cocina de su Madre, como la abundante madera de las embarcaciones lo remontan a la carpintería, y a su padre adoptivo explicándole cómo empuñar la garlopa.
Los ángeles siguen allí, arqueados, con el “di que sí” palpitando en sus plegarias… El Señor sabe que no debe detenerse. Las didascalias del divino Dramaturgo son precisas: “llega, mira, dice y sigue, sin detenerse”. La conjugación de mirada, gesto, parlamento y andadura es una obra de encaje.
Y llega el momento
Hay un cambio repentino en el aire: se levanta viento del lago y como un soplo se exhala sobre el divino Rostro. Andrés está ya a la vista. Ignora por completo el acontecimiento inminente que cambiaría no sólo su vida sino la de la Humanidad toda. Pelea afanosamente con unas algas que se han enredado en la red.
Tan volcado está en la tarea que el que parece enredado es él mismo… El viento o vaya a saber qué lo hacen levantar la vista y ver que está siendo visto por el Hombre del muelle. Un extrañísimo silencio lo envuelve repentinamente todo: ni un solo graznido de gaviota, ni el golpeteo del agua contra las barcas, ni un solo sonido del gentío gritón… Estremece la tensión. Y entonces sí, cae la batuta sobre el compás inicial que da comienzo al cristianismo: Tú, Andrés y tú, Simón, vengan y síganme".
Diego de Jesús