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LOS SIETE DOLORES DE LA SANTÍSIMA VIRGEN

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LA COMPASIÓN DE NUESTRA SEÑORA. — La piedad de los últimos tiempos ha consagrado de una manera especial esta temporada a la memoria de los dolores que María sufrió al pie de la cruz de su divino Hijo. La siguiente semana está consagrada toda entera a la celebración de los misterios de la Pasión del Salvador; y aunque el recuerdo de María compaciente también se halle presente en el corazón del fiel, que sigue piadosamente todos los actos de este drama, los dolores del Redentor, el espectáculo que forman la misericordia y la justicia divinas uniéndose para obrar nuestra redención, preocupan con demasiada viveza el pensamiento, para que sea posible honrar, como se merece, el misterio de la participación de María en los padecimientos de Jesús.

HISTORIA DE LA FIESTA. — Era, pues, conveniente que se eligiera un día del año para cumplir con este deber; y ¿qué día más a propósito que el Viernes de la semana en que nos hallamos, que está ya toda entera dedicada al culto de la Pasión del Hijo de Dios? Ya en siglo XV, en 1423, un arzobispo de Colonia, Tedorico de Meurs, introdujo esta fiesta en su Iglesia por un decreto sinodal (Labbe, Concilios, t. XII, p. 365. El decreto daba la razón por la institución ele esta fiesta: "Honrar la angustia que sufrió María, cuando nuestro Redentor se inmoló por nosotros y recomendó esta Madre bendita a San Juan, y, sobre todo, para que sea reprimida la perfidia de los herejes Husitas."). Se fue extendiendo poco a poco con diversos nombres por las provincias de la catolicidad a causa de la tolerancia de la Sede Apostólica, hasta que finalmente el Papa Benedicto XIII, por un decreto del 22 de agosto de 1727, la inscribió solemnemente en el calendario de la Iglesia católica con el nombre de Fiesta de los siete dolores de la Bienaventurada Virgen María. En este día la Iglesia quiere honrar a María que sufre al pie de la cruz. Hasta la época en que el Papa extendió a toda la cristiandad esta fiesta con el título nombrado más arriba, se la designaba con distintas apelaciones: Nuestra Señora de la Piedad; la Compasión de nuestra Señora; en una palabra, esta fiesta había sido ya admitida por la piedad popular antes de haber obtenido la consagración de la Iglesia.

MARÍA CORREDENTORA. — Para comprender mejor el objeto y para dedicar en este día a la Madre de Dios y de los hombres, las alabanzas que la son debidas, debemos acordarnos que Dios ha querido, en los designios de su infinita sabiduría, asociar a María, de todos los modos, a la regeneración del género humano. Este misterio presenta una aplicación de la ley que nos revela toda la grandeza del plan divino; nos muestra una vez más al Salvador hiriendo el orgullo de Satanás por el débil brazo de una mujer. En la obra de nuestra salvación hallamos tres intervenciones de María, tres circunstancias en que ella es llamada a unir su acción a la del mismo Dios. La primera en la Encamación del Verbo que no se encarnó en ella, sino después de su consentimiento, por un solemne Fiat que salvó al mundo. La segunda en el Sacrificio de Jesucristo en el Calvario al que ella asiste para participar en la ofrenda expiatoria; la tercera el día de Pentecostés, en que recibe al Espíritu Santo, como le recibieron los demás Apóstoles, para contribuir así eficazmente al establecimiento de la Iglesia. Ya hemos expuesto en la fiesta de la Anunciación, la parte que tomó la Virgen de Nazaret en el acto más grande que Dios ha querido realizar para su gloria y para el rescate y santificación del género humano. En otro lugar tendremos ocasión de mostrar a la Iglesia naciente, elevándose y desenvolviéndose con la acción de la Madre de Dios; hoy nos toca examinar la parte que corresponde a María en el misterio de la Pasión de Jesús; exponer los dolores que ha sufrido junto a la cruz; los nuevos títulos que ha conquistado para nuestro filial reconocimiento.

LA PREDICCIÓN DE SIMEÓN.— Cuarenta días después del nacimiento de Jesús la Bienaventurada Virgen presentó a su Hijo en el templo. Un anciano aguardaba al Niño y le proclama "la luz de los pueblos y gloria de Israel". Mas volviéndose pronto hacia su madre, la dijo: "Este niño será también piedra de escándalo (signo de contradicción) y una espada traspasará tu alma." Este anuncio de dolores para la madre de Jesús nos hace comprender, que ya han cesado las alegrías del tiempo de Navidad, y que ha llegado un tiempo de amarguras para el hijo y para la madre. En efecto, desde la huída de Egipto hasta estos días en que la maldad de los judíos prepara el mayor de los crímenes, ¿cuál ha sido la situación del hijo humillado, desconocido, perseguido, cubierto de ingratitudes? ¿Cuál ha sido, por consiguiente, la continua inquietud, la angustia persistente del corazón de la más tierna de las madres? Mas hoy previendo el curso de los acontecimientos pasemos adelante, y coloquémonos en la mañana del Viernes Santo.

MARÍA, EL VIERNES SANTO. — María sabe que, esta misma noche, su Hijo ha sido entregado por uno de sus discípulos, por un hombre a quien Jesús había elegido por confidente, a quien ella misma había dado más de una vez señaladas muestras de bondad maternal. Después de cruel agonía ha sido encadenado como malhechor y la soldadesca le ha conducido a casa de Caifás, su principal enemigo. De allí le han llevado a la presencia del gobernador romano, cuya intervención era necesaria a los príncipes de los sacerdotes y doctores de la ley, para que ellos pudiesen, según su deseo, derramar la sangre inocente. María se halla en Jerusalén; Magdalena y los amigos de Jesús la rodean; pero no pueden impedir los gritos del pueblo que llegan a sus oídos. ¿Y quién, por otra parte, sería capaz de alejar los presentimientos del corazón de tal madre? No tarda en extenderse por la ciudad la noticia de que se ha pedido al gobernador que Jesús de Nazaret sea crucificado. ¿Permanecerá María a un lado, en este momento en que todo un pueblo está en pie para acompañar con sus insultos hasta el Calvario a ese Hijo de Dios que ella llevó en su seno, que alimentó con su pecho? ¡Lejos de ella tal cobardía! Se levanta, se pone en marcha y se coloca en el camino por donde debe pasar Jesús. El aire está infectado de gritos y blasfemias. Esta multitud que precede y sigue a la víctima está compuesta de gente feroz e insensible: solamente un grupo de mujeres deja escapar lamentaciones dolorosas y por esto merece atraer las miradas de Jesús. ¿Podía María mostrarse menos sensible a la suerte de su Hijo, que lo que manifestaron estas mujeres a quienes no unían con él sino lazos de admiración y de reconocimiento? Insistimos en este hecho para mostrar el horror que profesamos a ese racionalismo hipócrita que, pisoteando todos los sentimientos del corazón y las tradiciones de la piedad católica de Oriente y de Occidente, ha querido poner en duda la verdad de esta Estación de la calle de la Amargura, que señala el lugar del encuentro del hijo con su madre. La secta no se atreve a negar la presencia de María al pie de la cruz; el Evangelio es en este punto demasiado explícito; pero, antes que rendir homenaje al amor maternal más tierno que ha existido, prefiere dar a entender, que mientras que las Hijas de Jerusalén marchaban sin miedo en pos de Jesús, María se dirige al Calvario por senderos desconocidos.

LA MIRADA DE JESÚS Y DE MARÍA. — Nuestro corazón filial será más justo para con la mujer fuerte por excelencia. ¿Quién podrá decir el dolor y amor que expresaron sus miradas al encontrarse con las de su Hijo, cargado con la cruz? ¿Quién podrá decir asimismo la ternura y resignación con que respondió Jesús al saludo de su Madre? ¿Con qué afecto Magdalena y las otras santas mujeres sostendrían en sus brazos a quien debía subir todavía al Calvario, a recibir el último suspiro de su Hijo? El camino del Vía Crucis es aún largo, desde la cuarta hasta la décima estación, y si es regado con la sangre del Redentor, es bañado también con las lágrimas de su madre.

LA CRUCIFIXIÓN. — Jesús y María han llegado a la cumbre de esta colina que debe servir de altar al más augusto de los sacrificios; mas el decreto divino no permite a la madre acercarse a su hijo. Cuando la víctima esté preparada se acercará aquella que la deba ofrecer. Esperando este solemne momento ¡qué tormentos para Nuestra Señora a cada martillazo que daban en el madero sobre los miembros delicados de su Jesús! Y cuando, por fin, le es permitido acercarse con Juan el discípulo amado, con Magdalena y las otras compañeras; ¡qué angustias mortales experimenta el corazón de esta madre, que, elevando sus ojos, contempla con lágrimas el cuerpo destrozado de su hijo, violentamente extendido sobre el patíbulo con el rostro bañado en sangre, y cubierto de esputos, con la cabeza coronada con una diadema de espinas! ¡He aquí, pues, al rey de Israel, cuyas grandezas le había anunciado el ángel, el hijo de su virginidad, al que ella ha amado como a su Dios, y al mismo tiempo como fruto bendito de su vientre! Más que para ella, le ha concebido, le ha criado, le ha alimentado para los hombres; ¡y son esos mismos hombres los que le han puesto en tal estado! Si todavía, por uno de esos prodigios que están en poder de su Padre, pudiera ser devuelto al amor de su madre; ¡si esta justicia con la cual él se ha dignado cumplir todas nuestras obligaciones, se contentase con lo que ya ha sufrido! Mas no; es necesario que muera, que exhale su alma en, medio de la más cruel agonía.

EL MARTIRIO DE MARÍA. — María se halla al pie de la cruz para recibir el adiós de su Hijo; se va a separar de ella y en breves momentos no poseerá de este hijo tan querido más que un cuerpo inanimado y cubierto de heridas. Mas cedamos la palabra a San Bernardo, cuyos escritos usa hoy la Iglesia en los oficios de Maitines:"Oh madre, exclama, al considerar la violencia del dolor que traspasó tu alma, te proclamamos más que mártir; pues la compasión que has tenido con tu hijo ha sobrepasado todos los padecimientos que puede soportar el cuerpo. ¿No ha sido más penetrante que una espada para tu alma esta frase: Mujer, he ahí a tu hijo? ¡Cambio cruel! ¡En lugar de Jesús recibe a Juan; en lugar del Señor, al servidor; en lugar del Maestro, al discípulo; en lugar del Hijo de Dios, al hijo del Zebedeo; un hombre, en fin, en lugar de un Dios! ¿Cómo no habría de ser traspasada tu tierna alma, si aún nuestros mismos corazones de hierro y de bronce, se sienten desgarrados al solo recuerdo de lo que padeció el tuyo? No os asuste, pues, hermanos míos, el oír decir que María ha sido mártir en su alma. No tiene motivos para escandalizarse, sino aquel que haya olvidado que San Pablo cuenta, como uno de los mayores crímenes de los gentiles, el que no tuvieran afectos. El corazón de María estuvo exento de este defecto; ¡que se halle lejos también del corazón de aquellos que la honran!

En medio de los clamores y de los insultos que ascienden hasta su hijo elevado en la cruz, María siente que se dirigen a ella estas palabras que la muestran que no tendrá en la tierra más que un hijo de adopción. Las alegrías maternales de Belén y de Nazaret, alegrías tan puras y tan frecuentemente turbadas por la inquietud, se repliegan en su corazón y se cambian en amarguras. ¡Fue la madre de un Dios y su hijo le es arrebatado por los hombres! Eleva una vez más sus ojos hacia su amadísimo Hijo, le ve como una víctima, agobiado por una ardiente sed, que ella no puede apagar. Contempla su mirada que se extingue; su cabeza que se inclina hacia el pecho; todo está consumado.

LA LANZADA. — María no se separa del árbol del dolor, a cuya sombra la ha retenido hasta el presente su amor maternal, y con todo ¡qué emociones tan crueles la aguardan todavía! ¡Un soldado traspasa de una lanzada ante sus ojos el pecho de su Hijo muerto! "¡Ah!, sigue diciendo San Bernardo, es tu corazón—oh madre—, el que ha sido traspasado por el hierro de la lanza, más bien que el de tu Hijo, que ya ha exhalado el último suspiro. Su alma no está ya allí; pero está la tuya que no puede separarse" (Sermón de las doce estrellas). La imperturbable madre persiste en la guarda de los restos sagrados de su Hijo. Sus ojos le contemplan al bajarle de la cruz; y cuando ya, por fin, los amigos de Jesús, con todo el respeto que deben al hijo y a la madre, se le devuelven, tal como le ha dejado la muerte, le recibe en sus rodillas que fueron en otros tiempos el trono en que recibió los presentes de los príncipes de Oriente. ¿Quién será capaz de contar los suspiros y sollozos de esta madre, al estrechar contra su corazón los despojos inanimados del más querido de los hijos? ¿Quién será capaz al mismo tiempo de contar las heridas de que se halla cubierto el cuerpo de la víctima universal?

LA SEPULTURA DE JESÚS. — El tiempo corre, el sol va acercándose a su ocaso; hay que apresurarse a encerrar en el sepulcro el cuerpo de quien es el autor de la vida. La madre concentra toda la energía de su amor en un último beso y oprimida de un dolor inmenso como el mar, entrega este cuerpo adorable, a aquellos que después de haberlo embalsamado, le deben encerrar bajo la piedra de la tumba. Se cierra el sepulcro y María acompañada de Juan, su hijo adoptivo, y de Magdalena, seguida de los dos discípulos que han asistido a las exequias, y de las santas mujeres, se internan en la ciudad maldita.

LA NUEVA EVA. —¿No veremos nosotros en todo esto, nada más que el espectáculo de las aflicciones que ha padecido la madre de Jesús junto a la cruz de su hijo? ¿No había sido intención de Dios el haberla hecho asistir en persona a la muerte de su hijo? ¿Por qué no la ha arrancado de este mundo, como a José, antes de que llegara el día en que la muerte de Jesús debía causar en su corazón una aflicción, que sobrepasara a todas aquellas que han padecido todas las madres después del origen del mundo? Dios no lo ha hecho por que la nueva Eva tenía que desempeñar un papel al pie del árbol de la cruz. Del mismo modo que el Padre celestial requirió su consentimiento antes de enviar al Verbo Eterno a esta tierra, fueron requeridas la obediencia y abnegación de María para la inmolación del Redentor. ¿No era este hijo, que ella había concebido después de haber consentido en el ofrecimiento divino, el bien más querido de esta madre incomparable? El cielo no se lo debía de arrebatar sin que ella misma lo ofreciera.

¡Qué lucha tan terrible se entabló entonces en este corazón tan amante! ¡La injusticia, la crueldad de los hombres le arrancaba a su hijo! ¿Cómo ella, su madre, puede ratificar, con su consentimiento, la muerte de aquel a quien ama con doble amor, como a hijo y como a Dios? De otro lado, si Jesús no es inmolado, el género humano permanecerá presa de Satanás, el pecado no será reparado, y en vano será ella madre de un Dios. Sus honores y sus alegrías serán para ella sola, y nos abandonará por tanto a nuestra triste suerte. ¿Qué hará, pues, la virgen de Nazaret, esa virgen que lleva un corazón tan grande; esa criatura siempre pura, cuyos afectos, jamás se vieron tildados de egoísmo, que tan frecuentemente se filtra en las almas en que ha reinado el pecado original? María por delicadeza para con los hombres, al unirse, al deseo de su hijo, que no vive sino para su salvación, consigue un triunfo sobre sí misma; pronuncia por segunda vez su FIAT y consiente en la inmolación de su hijo. No se lo exige la justicia de Dios; ella misma es quien lo cede; pero en cambio es elevada a un grado tal de grandeza, que jamás pudo concebir en su humildad. Una unión inefable se establece entre la ofrenda del Verbo encarnado y la de María; la sangre divina y las lágrimas de la madre corren mezcladas y se confunden para operar la redención del género humano.

EL VALOR DE MARÍA. — Examinad ahora la conducta de esta madre y el valor que la anima. Bien distinto por cierto del de esta otra madre, de quien nos habla la Escritura, la infortunada Agar, que después de haber procurado inútilmente saciar la sed de Ismael, asfixiado por el ardiente sol del desierto, se alejó para no ver morir a su hijo; María habiéndose enterado de que el suyo ha sido condenado a muerte, se pone en pie y corre hasta que lo encuentra y le acompaña hasta el lugar en que debe morir. Y ¿cuál es su actitud al pie de la cruz de su hijo? ¿Se muestra desfallecida y abatida? ¿El dolor inaudito que la oprime le han hecho acaso caer por tierra o en manos de los que la rodean? No; el Santo Evangelio contesta con una sola palabra a esta cuestión: "María permanecía en pie (stabat) junto a la cruz." El sacrificador está de pie ante el altar, para ofrecer su sacrificio. María debía guardar actitud semejante. San Ambrosio, cuya alma tierna, y cuya profunda inteligencia de los misterios nos han transmitido rasgos tan preciosos acerca del carácter de María, lo dice todo en estas breves palabras: "Se mantenía en pie frente a la cruz, contemplando con sus maternales miradas las heridas de su hijo; esperando, no la muerte de su querido hijo, sino más bien la salvación del mundo" (Comentario de S. Lucas, CXXIII).

MARÍA NUESTRA MADRE. — Así esta madre de dolores en circunstancias parecidas, lejos de maldecirnos, nos ama, sacrifica por nuestra salvación hasta los gratos recuerdos de las horas de alegría que había experimentado en su hijo. A pesar de los gritos de su corazón de madre, se le devuelve a su Padre como un tesoro confiado en depósito. La espada penetraba cada vez más profunda en su alma; mas nosotros estamos ya salvados; y, a pesar de que no fue mas que una pura criatura, cooperó con su hijo a nuestra salvación. ¿Tenemos motivos para admirarnos, después de esto, de que Jesús eligiera este mismo momento para proclamarla madre de los hombres, en la persona de Juan que nos representaba a todos? Nunca el corazón de María se había sentido tan inclinado a nuestro favor. Que en adelante sea pues esta nueva Eva, la verdadera "Madre de todos los vivientes." La espada que atravesó su inmaculado corazón nos ha franqueado la entrada en él. En el tiempo y en la eternidad, María hará extensivo a nosotros el amor que siente a su Hijo; por que acaba de oírle decir, que nosotros también en adelante lo seremos para ella. Por habernos rescatado, él es nuestro Señor; por haber cooperado tan generosamente a nuestro rescate, ella es nuestra Señora.

ORACIÓN

Con esta confianza, oh Madre afligida, venimos hoy a rendirte con la Santa Iglesia nuestro filial homenaje. Jesús, el fruto de tu vientre, fue concebido por Ti sin dolor; nosotros, hijos tuyos por adopción, hemos penetrado en tu corazón por la espada. ¡Amadnos, pues, oh María, corredentora de los hombres! ¿Y cómo no hemos de reputar nosotros, como seguro, el amor tan generoso de tu corazón, cuando sabemos que para nuestra salvación, te has unido al sacrificio de tu Jesús? ¿Qué pruebas no nos has dado constantemente de tu ternura maternal, tú que eres reina de misericordia, refugio de pecadores, abogada infatigable de todas nuestras miserias? Dígnate, oh madre, vigilar sobre nosotros. Concédenos el poder sentir y gustar la dolorosa pasión de tu Hijo. Se ha realizado en tu presencia; has tenido parte en ella. Haznos penetrar todos los misterios para que nuestras almas rescatadas con la sangre de Jesús y rociados con tus lágrimas, se conviertan al Señor y se mantengan firmes en su servicio.

Año Litúrgico de Dom Guéranger


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