Desde el día mismo de aquel soberano suceso de la resurrección, los escribas y fariseos difundieron entre el pueblo israelita la medrosa inepcia: “los discípulos vinieron de noche y hurtaron el cadáver"... Por esparcir a los cuatro vientos el infundio, pagaron a los que habían guardado el sepulcro, sin separarse de él ni un instante: “Mientras dormíamos, robaron el cuerpo”, afirmaron quienes, así, implícitamente, no tenían empacho en mostrarse como pésimos custodios.
¡Donosos testigos!... San Agustín hubo de oponerles este inescapable dilema: “Si dormíais, ¿cómo sabéis que os robaron el cuerpo? Y si no dormíais, ¿cómo os lo dejásteis robar?”... Basta un mínimo de sentido común para establecer lo burdo de la mentira. No es verosímil que los que en la hora suprema carecieron de agallas para defender la vida del Maestro, súbitamente y en mitad de su acobardada desolación se enfrentaran al peligro de los guardias armados.
¡Y qué guardias! Nada menos que soldados de las legiones romanas, habituados a los azares, artimañas y sorpresas de la vida militar; especialmente prevenidos contra las contingencias desagradables, posibles siempre en el ambiente de aquel pueblo levantisco que se hallaba en perenne y contumaz rebeldía contra el yugo de César, detestando cuanto representaba de una u otra manera su poder. ¡Soldados del Imperio, en cumplimiento de una misión de Pilatos, que se dejan vencer por el sueño y no se percatan de la ruidosa maniobra de hacer rodar la pesada losa que impide el acceso a la sepultura!...
Todo ello es, a la verdad, demasiado grueso para admitirlo. Como no lo ha admitido la inmensa falange de personalidades cuya vida fue ilustre por el saber, por la virtud, o por ambas cosas, desde los orígenes del Cristianismo hasta nuestros días. Todos ellos, en cambio, han tenido por cardinal convicción la fe en la resurrección de Jesucristo.
Ante lo estupendo del milagro, no son de asombrar algunas incredulidades. Los mismos discípulos de Jesús, en un principio, no dieron crédito al relato de las santas mujeres que les aseguraban que el Señor, otra vez, vivía. Los dos que con Él tropiezan en la ruta de Emaús, no le reconocen durante todo el trayecto. No es sino hasta el momento en que al dar principio a la cena –repitiendo el ademán que ellos bien tenían presente- coge el pan y les reparte de él, cuando sus ojos se abren a la pasmosa evidencia de la resurrección.
¡FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN A TODOS NUESTROS LECTORES-AMIGOS!
CRISTO HA RESUCITADO ¡REGOCIJÉMONOS!
Ver también: http://www.catolicidad.com/2010/04/cristo-resucito-aleluya-aleluya.html