María en la encarnación del Verbo no pudo humillarse más de lo que se humilló; ni Dios pudo exaltarla más de lo que la exaltó.
El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado (Mt 23, 12). Es palabra del Señor que no puede fallar. De ahí que habiendo Dios establecido que se haría hombre para redimir al hombre perdido y manifestar así al mundo su bondad infinita, y teniendo que elegirse una madre, tuvo que buscar entre las mujeres la que fuese más santa y más humilde. Y entre todas eligió a la virgen María que cuento era más perfecta en virtudes, era por lo mismo la más sencilla y humilde en su concepto, como la paloma. “Son incontables las doncellas, pero una sola es mi paloma, mi perfecta” (Ct 6, 7-8). Por eso dice Dios, ésta será la madre que yo elijo para mí. Veamos cuán humilde fue y cuánto la ensalzó el Señor.
Que María, en la encarnación del Verbo, no pudo humillarse más de lo que se humilló, éste será el primer punto. Y el segundo será considerar que Dios no pudo ensalzar a María más de lo que la ensalzó.
PUNTO PRIMERO
1. María, Madre de Dios por su humildad
Hablando el Señor precisamente de la humildad de esta humildísima virgen, dice: “Mientras estaba el rey recostado en su diván, mi nardo esparció su fragancia” (Ct 1, 12). Comenta san Antonino y dice que en la planta del nardo, por ser planta tan pequeña y sencilla, está prefigurada la humildad de María cuyo perfume subió hasta el cielo, y desde el seno del Padre atrajo a su seno virginal al Verbo de Dios. De modo que Dios atraído por el perfume de esta humilde virgen, la eligió para ser su madre al querer hacerse hombre para redimir al mundo. Pero él, para que tuviera más gloria y mérito esta madre, no quiso hacerse su hijo sin obtener primero su consentimiento. No quiso tomar carne de ella –dice Guillermo abad– sin dar ella su asentimiento. Así, mientras estaba la humilde virgen en su pobre casa, suspirando y rogando con ardientes deseos a Dios para que mandase al Redentor –como le fue revelado a santa Isabel, monja benedictina– llegó el arcángel Gabriel portador de la gran embajada y la saludó diciendo: “Dios te salve, María, llena de gracia; el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres”. Dios te salve, Virgen llena de gracia, que siempre has estado llena de esa gracia más que todos los santos. El Señor está contigo porque eres tan humilde. Bendita entre todas las mujeres, pues mientras las demás incurrieron en la maldición de la culpa, tú, porque ibas a ser la Madre del Siempre Bendito, has sido y serás siempre bendita y libre de toda mancha.
¿Qué respondió María a un saludo tan colmado de alabanzas? Nada. Pensando en semejante saludo, se turbó. “Y pensaba qué significaba semejante saludo”. Y ¿por qué se turbó? ¿Acaso por temor a una ilusión, o por modestia viendo ante sí a un hombre, pues piensan algunos que el ángel se le apareció en forma humana? No, el texto es claro: se turbó al oír el saludo del ángel. Advierte Eusebio Eniseno: no se turbó por su rostro sino por sus palabras. La turbación se debió a su humildad al escuchar semejantes alabanzas tan distantes del humilde concepto que de sí tenía. Por lo que cuanto más la ensalza el ángel más se abaja considerando su insignificancia. Reflexiona san Bernardino sobre el particular y dice que si el ángel le hubiera dicho que era la mayor pecadora del mundo, no se hubiera admirado tanto; pero al escuchar aquellas alabanzas tan sublimes, se turbó por completo. Se turbó, porque estando tan llena de humildad, rehuía cualquier género de alabanza personal y quería que su Creador y dador de todo bien fuera bendecido y alabado solamente. Así le dijo la misma Virgen María a santa Brígida hablando del momento en que se convirtió en Madre de Dios: “No quería mi alabanza, sino tan sólo la de mi Creador, dador de todo bien”.
2. María agradó a Dios por su humildad
Pero al menos, digo yo, la Virgen santísima, tan conocedora del sentido de las Sagradas Escrituras, sabía que estaba cumplido el tiempo predicho por los profetas, de la venida del Mesías, y que estaban cumplidas las siete semanas de Daniel, y según la profecía de Jacob, había pasado a manos de Herodes, rey extranjero, el cetro de Judá; y sabía también que una virgen tenía que ser la madre del Mesías; al oír que el ángel le colmaba de aquellas alabanzas que parecían no convenir sino a una madre de Dios. ¿Acaso pasó por su mente siquiera el pensamiento de que tal vez ella fuera la elegida para Madre de Dios? No; su profunda humildad no le dejó concebir tal pensamiento. Tales alabanzas sólo sirvieron para hacerse sentir un gran temor de manera que, como reflexiona san Pedro Crisólogo: “Así como Cristo quiso ser confortado por el ángel, así debió ser María animada por el ángel”. Como el Señor tuvo que ser animado por el ángel, así fue necesario que el arcángel san Gabriel, viendo a María tan desconcertada por aquel saludo, la animara diciendo: “No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios”. No temas ni te asombres de los grandes títulos con que se te saluda, porque si tú, a tus propios ojos eres tan pequeña e insignificante, Dios que exalta a los humildes te ha hecho digna de encontrar la gracia perdida por los hombres y por eso te ha preservado de la mancha común a todos los hijos de Adán. El Señor desde el instante de tu Concepción te ha colmado de gracias superiores a las de todos los santos; por eso ahora te ves ensalzada a ser su madre: “He aquí que concebirás y darás a luz un Hijo y le pondrás por nombre Jesús”.
Y ahora ¿qué es lo que se espera? “El ángel espera tu respuesta –dice san Bernardo– y también nosotros esperamos, oh Señora, tu palabra de conmiseración, nosotros que estamos oprimidos bajo la sentencia de condenación”. El ángel espera tu respuesta, como la esperamos nosotros los condenados a muerte. “A ti se te ofrece el precio de nuestra salvación y al instante seremos liberados si consientes” –continúa diciendo san Bernardo–: “Ved, oh Madre nuestra, que a vos se ofrece el precio de nuestra salvación, que es el Verbo de Dios hecho hombre en ti; si tú lo aceptas por hijo, al punto seremos librados de la muerte. El mismo Señor, lo mismo que estaba enamorado de tu hermosura, otro tanto deseaba tu consentimiento del que dependía la salvación del mundo”. “Responde ya –dice san Agustín– ¿por qué retrasas la salvación del mundo? Pronto, Señora, responde; no retrases más la salvación del mundo que ahora depende de tu consentimiento”.
Pero ya responde María al ángel y le dice: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. ¡Oh respuesta la más bella, la más humilde y la más prudente que no hubiera podido discurrir toda la sabiduría de los hombres y de los ángeles juntos, si la hubieran estado pensando millones de años! ¡Oh respuesta tan poderosa como para colmar de alegría al cielo y traer a la tierra un mar de gracias y de bienes! ¡Respuesta que, apenas salida del corazón de María, atrajo desde el seno del Padre eterno a su Hijo Unigénito a su purísimo seno para hacerse hombre! Sí, porque apenas profirió las palabras: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”, al instante “el Verbo se hizo carne. El Hijo de Dios se hizo Hijo de María”. “¡Oh fiat poderoso –exclama santo Tomás de Villanueva– oh fiat eficaz! ¡Oh fiat venerable sobre todos los fiat! Porque con otro fiat Dios creó la luz, el cielo y la tierra; pero con este fiat de María –dice el santo– el mismo Dios se hizo hombre como nosotros”.
3. María se declara esclava del Señor
Pero no nos alejemos de nuestra consideración y contemplemos la gran humildad de María en su respuesta. Iluminada con luz del cielo, bien sabía cuán excelsa era la dignidad de Madre de Dios. El ángel ya le había asegurado que ella era esa madre afortunada del Señor. Pero, con todo, ella no se acrece en la estima de sí misma, no se cierra en la complacencia de su propia exaltación, viendo de una parte su pequeñez y por otra parte la infinita majestad de Dios que la elegía para ser su madre, se reconoce indigna de tanto honor, pero no se opone en nada a su divina voluntad. Por lo que, al pedirle su asentimiento. ¿Qué hace? ¿Qué dice? Ella, anonadada e inflamada a la vez del deseo de unirse de la manera más perfecta con Dios, abandonándose del todo a su divina voluntad, responde: “He aquí la esclava del Señor”. He aquí la esclava del Señor obligada a hacer lo que su amo manda. Quería decir: Si el Señor me escoge por su madre, yo, que nada tengo mío sino que todo es puro don de él ¿cómo pedo pensar que me elija por mérito mío? “He aquí la esclava del Señor”. ¿Qué mérito puede tener una esclava para ser madre de su Señor? “He aquí la esclava del Señor”. Que sea alabada la bondad del Señor únicamente y que no se alabe a la esclava, ya que es pura bondad de Dios poner sus ojos en una criatura tan baja como yo y hacerla tan grande.
“Oh humildad –exclama el abad Guérrico– que la empequeñece a sus ojos y la engrandece ante la divinidad; que la hace verse incapaz, pero la convierte en capaz de contener al que no lo contiene el universo entero!” ¡Oh gran humildad de María que la hace verse pequeña, pero la hace grande ante Dios; indigna a sus propios ojos, pero digna ante los ojos del que no cabe en el mundo!
Muy bella es la exclamación de san Bernardo en el sermón cuarto de la Asunción admirando la humildad de María: “Señora, ¿cómo has podido unir en tu corazón un concepto tan humilde de ti misma con tanta pureza, tanta inocencia y tanta plenitud de gracia como posees? ¿Cómo reside en ti tanta humildad, oh Virgen santa, viéndote tan honrada y ensalzada por Dios?"
Lucifer, al verse dotado de gran belleza, aspiró a elevar su trono sobre las estrellas y hacerse semejante a Dios. “Pondré mi trono sobre los astros de Dios y seré semejante al Altísimo” (Is 14, 13). ¿Qué no habría dicho el soberbio si se hubiera visto revestido de los privilegios de María? La Virgen María no obró así: cuanto más se vio ensalzada, más se humilló. “Señora –concluye san Bernardo– con razón fuiste digna de ser mirada por Dios con amor tan especial; digna de enamorar a Dios con tu belleza; digna de atraer con el suave aroma de tu humildad al Hijo eterno desde el lugar de su descanso en el seno del Padre, a tu purísimo seno". Por eso, dice san Bernardino de Busto, que María mereció más con aquella respuesta: “He aquí la esclava del Señor, que lo que pudieran merecer todas las criaturas con todas sus acciones”.
4. María complace a Dios en su abajamiento
Así es, dice san Bernardo, que mientras esta Virgen inocente se hacía muy querida de Dios por su virginidad, a la vez con su humildad se hizo más digna, en cuanto puede hacerse digna una criatura, de ser la Madre de su Creador. Y lo confirma san Jerónimo diciendo que Dios la eligió por madre suya más por su humildad que por todas las demás virtudes. La misma Virgen lo expresó a santa Brígida al decirle: “¿Cómo hubiera merecido ser la madre de mi Señor si no hubiera reconocido mi nada y me hubiera humillado?” Y antes lo declaró en su canto humildísimo al decir: “Porque miró la humildad de su esclava... hizo en mí cosas grandes el que es poderoso” (Lc 1, 48-49). Advierte san Lorenzo Justiniano que la Virgen santísima no dijo “porque miró la virginidad y la inocencia”, sino sólo “porque miró la humildad”. Y al hablar de la humildad, advierte san Francisco de Sales, no pretendía María alabar su propia virtud de la humildad, sino que Dios se había fijado en su nada. “Humildad, es decir, nulidad” y por sólo su bondad había querido ensalzarla.
En suma, dice san Agustín, que la humildad de María fue como una escalera por la que se dignó el Señor descender a la tierra y hacerse hombre en su seno. Lo confirmó san Antonio diciendo que la humildad de la Virgen fue su disposición más perfecta y más próxima para ser Madre de Dios. Así se comprende lo predicho por Isaías: “Saldrá un renuevo de la raíz de Jesé y de su raíz brotará una flor” (Is 11, 1) Reflexiona san Alberto Magno que la flor divina, esto es el Unigénito de Dios, como dice Isaías, debía nacer, no ya de la copa o del tronco de la planta de Jesé, sino de la raíz precisamente para declarar la humildad de la madre: “De su raíz, ha de entenderse de su humildad de corazón”. Y más claro lo explica el abad Celles: “Advierte que no de la copa, sino de la raíz brota la flor”. Por eso le dice el Señor a esta su hija preferida: “Retira de mí tus ojos que me subyugan” (Ct 6, 5). ¿Cómo es que le subyugan y hacen salir fuera de sí –dice san Agustín– sino saliendo del seno del Padre al seno de María? Acerca de este concepto, dice el docto intérprete Fernández, que los humildísimos ojos de María con los que miró siempre la grandeza divina, jamás perdieron de vista su insignificancia, haciendo tal violencia al mismo Dios que lo atrajo a su seno.
Así se entiende –dice el abad Francón– por qué el Espíritu Santo alabó tanto la belleza de la esposa por tener los ojos como de paloma: “¡Qué hermosa eres amiga mía, qué hermosa eres! ¡tus ojos como los de las palomas!” (Ct 4, 1). Porque María, contemplando a Dios con ojos como de sencilla y humilde paloma, lo enamoró tanto de su belleza, que con los lazos del amor lo hizo su prisionero en su seno virginal. Así habla el abad Francón: “¿En qué lugar del mundo se pudo encontrar virgen tan hermosa que con sus ojos embelesó al rey de los cielos y con lazos de amor le hiciese piadosa violencia y lo trajera cautivo?”
Así que María –y con esto concluimos este punto– en la encarnación del Verbo, como vimos desde el principio, no pudo humillarse más de lo que se humilló. Ahora veremos cómo al hacerla su madre, Dios no pudo ensalzarla más de lo que la ensalzó.
PUNTO SEGUNDO
1. María recibe la suma dignidad
Para comprender la grandeza a que fue ensalzada María, sería preciso comprender cuál sea la excelencia y majestad de Dios. Bastaría decir que Dios hizo de esta Virgen su madre, para comprender que Dios no pudo engrandecerla más de lo que la engrandeció. Con razón dice Arnoldo de Chartres, que Dios, al hacerse hijo de la Virgen, la elevó a una altura superior a la de todos los ángeles y santos juntos. Afirma san Efrén, que después de Dios, ella, sin parangón posible, es más excelsa que todos los espíritus celestiales y más gloriosa. Así lo confirma san Andrés Cretense: “Excepto Dios, superior a todos”. Y san Anselmo que dice: “Señora, no tienes quien te iguale, porque todos los demás están, o sobre ti, o son inferiores a ti. Sólo Dios es superior a ti; todos los demás son inferiores a ti”. Es tan grande –afirma san Bernardino– la grandeza de la Virgen, que sólo Dios la conoce y la puede comprender.
No hay que extrañarse –advierte santo Tomás de Villanueva– de que los evangelistas tan extensos en registrar las alabanzas del Bautista o de la Magdalena, hayan sido tan sobrios al describir las excelencias de María. Fue bastante decir –responde el santo– que de ella nació Jesús. ¿Qué más hace falta buscar –sigue diciendo– que digan los evangelistas de las grandezas de María? Basta que atestigüen que es la Madre de Dios. Habiendo declarado con esta afirmación lo máximo y la totalidad de sus privilegios, no fue necesario que se detuvieran a describirlos por partes. Y ¿cómo no? –explica san Anselmo– con decir que María es la Madre de Dios está declarado que posee toda la grandeza que pueda darse después de Dios. Pedro, abad de Celles, añade: De todos sus títulos, como Reina del cielo, Señora de los ángeles, o cualquier otro título honroso, ninguno alcanzaría a honrarla tanto como el llamarla Madre de Dios.
2. María participa de la grandeza de Dios
Esto es evidente, porque como señala El Angélico, cuanto más se acerca algo a su principio tanto más participa de su perfección. Por eso, siendo María la criatura más cercana a Dios, ha participado más que todas las criaturas, de sus gracias, sus perfecciones y su grandeza. Suárez deduce la razón porque la dignidad de Madre de Dios sea de orden superior a toda dignidad creada, de que esa dignidad permanece en cierto modo al orden de la unión con una persona divina con la que está necesariamente unida. Por lo que afirma Dionisio Cartujano que, después de la unión hipostática no hay nada más próximo a Dios que la Madre de Dios. Esta es, señala santo Tomas, la unión suprema que puede darse entre una criatura y Dios: “Es como una suprema unión con una persona infinita”. San Alberto Magno afirma que “ser Madre es la dignidad inmediata a ser Dios. Por lo que María no podía estar más unida a Dios de los que está, a no ser que se convirtiera en Dios”.
Afirma san Bernardino, que la Santísima Virgen, para ser Madre de Dios necesitó ser ensalzada por las personas divinas con una gracia casi infinita. Los hijos se consideran, moralmente hablando, una misma cosa con sus padres, ya que entre ellos son comunes los bienes y los honores, por eso, dice san Pedro Damiano que si Dios habita de modo diverso en las criaturas, en María habitó de modo singular, por identidad, haciéndose una cosa con ella. Y prorrumpe en aquella célebre exclamación: “Callen, pues, todas las criaturas y llenas de temor santo, apenas se atrevan a contemplar la inmensidad de tanta dignidad. Dios habita en la Virgen con la que posee la misma identidad de naturaleza”.
Por esto asegura santo Tomás que habiendo sido hecha María Madre de Dios, por razón de esta unión tan íntima con el bien divino, recibió una dignidad como infinita, que el P. Suárez llama “infinita en su género”, porque la dignidad de la Madre de Dios es la suprema que puede otorgarse a una criatura.
La Santísima Virgen no ha podido recibir mayor dignidad que la de ser la Madre de Dios, por lo que posee una dignidad como infinita a causa del bien infinito que es Dios. También lo afirma san Alberto: “El Señor otorgó a la Santísima Virgen lo máximo que puede otorgar a una criatura, o sea, la maternidad divina”.
3. María, adornada por las más altas gracias
Por eso escribió san Buenaventura aquella célebre sentencia: “Ser Madre de Dios es la gracia mayor que Dios puede otorgar a una pura criatura. Dios no puede hacer más. Puede hacer un mundo mayor y un cielo mayor, pero cosa mayor que una madre de Dios, eso no lo puede hacer”. Pero mejor que todos expresó la Madre de Dios la altura a la que Dios la había sublimado, cuando dijo: “Hizo en mí grandes cosas el que es todopoderoso” (Lc 1, 49). Y ¿por qué no declaró la Virgen cuáles eran estas grandes cosas que Dios le había otorgado? Responde santo Tomás de Villanueva que no las explicó porque eran tan sublimes, que eran inexpresables.
Razón tuvo san Bernardino al decir que Dios ha creado todo el mundo por esta Virgen que iba a ser su Madre; y san Buenaventura al decir que el mundo se conserva al gusto de María conforme a aquellas palabras de los Proverbios (8, 30): “Allí estaba yo como arquitecto”. Añade san Bernardino que Dios, por amor de María no destruyó al hombre después del pecado de Adán. Con razón canta la Madre, no sólo eligió lo mejor, sino lo mejor de lo mejor, dotándola el Señor en sumo grado –como atestigua san Alberto Magno– de todas las gracias y dones, generales y especiales otorgados a todas las criaturas, todo ello gracias a la dignidad de Madre de Dios que le había otorgado.
María fue niña, pero de ese estado no tuvo defecto ni incapacidad sino la inocencia, pues desde el primer instante tuvo el uso perfecto de la razón. Fue virgen pero sin que ello significara esterilidad. Fue madre, pero con la gloria de la virginidad. Fue hermosa y bellísima como el mismo Señor se lo reveló a santa Brígida diciéndole que la belleza de su madre superó a la de todos los ángeles y a la de toda criatura. Fue bellísima, pero sin daño de quien la contemplaba, ya que su hermosura ahuyentaba las pasiones impuras y por el contrario inspiraba sentimientos de pureza, como lo atestigua san Ambrosio: “Era tal su gracia, que no sólo era pura, sino que otorgaba la gracia de la pureza a los que la veían”. También lo afirma santo Tomás: “La gracia de estar confirmada en gracia no sólo impedía a la Virgen las pasiones desordenadas, sino que además tuvo eficacia para los demás, de modo que, siendo la mujer más hermosa imaginable, nadie pudo sentir hacia ella deseos deshonestos”. Por eso se dijo de ella: “Como mirra selecta da perfume de suave olor”, sentencia del Eclesiástico que a ella le aplica la Iglesia. En las actividades cotidianas trabajaba sin que las obras la separaran de la unión con Dios. En la contemplación, estaba recogida en Dios pero sin negligencia de lo temporal ni de la caridad debida al prójimo.
Concluyamos. Esta Madre de Dios es infinitamente inferior a Dios pero inmensamente superior a toda criatura. Y si es imposible encontrar un hijo más noble que Jesús, es igualmente imposible encontrar una madre más noble que María. Que esto sirva a los devotos de esta reina, no sólo para alegrarse con su grandeza, sino también para acrecentar la confianza en su protección grande y eficaz. Siendo Madre de Dios, dice el P. Suárez tiene derecho sobre sus gracias para conseguirlas a quienes se las piden. Dice san Germán que Dios no puede desatender las plegarias de la que es Madre suya inmaculada. De modo que a vos, oh Madre de Dios y nuestra, ni os falta poder para socorrernos ni voluntad de hacerlo. Porque ya sabéis, os diré con vuestro devoto abad de Celles, que Dios no os ha creado sólo para él, sino que os ha dado a los ángeles para ser su reparadora del daño entre ellos causado, mientras que por vuestro medio recuperamos la gracia de Dios y el enemigo queda vencido y postrado.
Y si deseamos complacer a la Madre de Dios, saludémosla frecuentemente con el Ave María. Se apareció la Virgen María a santa Matilde y le dijo que era el mejor saludo que se podía hacer. De él obtendremos gracias muy escogidas, otorgadas por esta madre de misericordia, como se verá en el siguiente ejemplo.
EJEMPLO
El rezo del Ave María transforma a un joven
Es famoso lo que refiere el P. Señeri en su libro “El Cristiano Instruido”. El P. Nicolás Zuchi fue a confesar en Roma a un joven cargado de pecados deshonestos y malos hábitos. El confesor lo acogió con caridad, y compadecido de su estado lamentable, le dijo que la devoción a nuestra Señora podía librarlo de ese malhadado vicio, y le impuso de penitencia que hasta la próxima confesión, cada mañana y por la noche, al levantarse y antes de acostarse rezara un Ave María a la Virgen, ofreciéndole sus ojos, sus manos y todo su cuerpo, pidiéndole que le custodiara como suyo, y que besara tres veces el suelo. El joven practicó la penitencia, al principio con poca enmienda. Pero el padre continuó inculcándole que no dejara esa costumbre piadosa, animándole a confiar en la protección de la Virgen.
Andando el tiempo, el joven penitente se fue con otros compañeros a recorrer mundo durante varios años. Vuelto a Roma, fue en busca de su confesor, el cual, con gran júbilo y asombro, lo encontró del todo cambiado y libre de las antiguas manchas. “Pero hijo, ¿cómo has obtenido de Dios tan hermosa transformación?” “Padre –le dijo el joven–, nuestra Señora me consiguió la gracia debido a aquella devoción que me enseñó”.
Y no acaban aquí las cosas portentosas. El mismo confesor narró desde el púlpito el suceso. Lo oyó un capitán que, desde hacía muchos años vivía en mal estado con una mujer. Él también se resolvió a practicar la misma devoción para librarse de aquella terrible cadena que lo tenía esclavo del demonio. Esta intención de librarse del pecado es necesario tener para que la Virgen pueda ayudar al pecador. Pero ¿qué pasó? Al cabo de medio año, presumiendo el capitán de sus propias fuerzas se dirigió en busca de aquella mujer para ver si ella también había cambiado de vida. Pero al llegar a la puerta de aquella casa donde corría manifiesto peligro de volver a pecar, se siente rechazado por una fuerza invisible y se encontró a más de cien metros de aquella casa y fue dejado a la puerta de la suya. Comprendió con toda claridad que María lo había librado de la perdición. De esto se deduce cuán solícita es nuestra buena Madre, no sólo para sacarnos del pecado si con esta buena intención nos encomendamos a ella, sino también para librarnos del peligro de nuevas caídas.
ORACIÓN PIDIENDO EL FAVOR DE MARÍA
Inmaculada Virgen y Madre mía, María, criatura la más humilde y la mayor ante Dios, Él te exaltó hasta hacerte Madre suya y Reina del cielo. ¡Bendito sea Dios que quiso ensalzarte tanto!
Desde mi reconocida indignidad me atrevo a saludarte: ”Dios te salve, María, llena eres de gracia...” Tú que posees la plenitud de gracia, dame parte de ella. “El Señor está contigo...” ya desde que te creó, y por entero al hacerse Hijo tuyo. “Bendita tú entre todas las mujeres...” alcánzame del Señor su divina bendición. “Y bendito es el fruto de tu vientre...” ¡Venerable planta que diste al mundo fruto tan noble y santo! “Santa María, Madre de Dios...” me asombra la grandeza de tu maternidad divina, y estoy dispuesto a morir por defender esta verdad. “Ruega por nosotros, pecadores...” al ser Madre de Dios, eres Madre de nuestra salvación, porque Dios se hizo hombre en ti para salvarnos, tu oración de Madre por nosotros todo lo puede. “Ahora y en la hora de nuestra muerte...” Ayúdanos en el presente cargado de peligros, pero aún más en nuestra última hora. Salvados por los méritos de Jesucristo y con tu intercesión, podremos saludarte y alabarte con tu Hijo en el cielo. Amén.
San Alfonso María de Ligorio. De Las Glorias de María. Discurso cuarto.