Padre e Hijo avanzan a paso firme y sereno, cuesta arriba, hacia la colina cultivada, donde les aguarda la faena del día. En verdad sólo al padre tocará trabajar. Lo del hijo es un decir. Él sólo sabe jugar. Jugar delante de su padre. Pero a madre, parientes y vecinos el niño se lo ha dicho muy de veras: mi padre trabaja y yo también trabajo.
Como sea, de faena han salido antes de la aurora y ésta los ha sorprendido ya sobre la cresta de la colina; sobre el tupido monte en que ondean los trigales.
Allí, el dorado mar flamea con parsimonia y simetría. Y el sol despunta majestuoso. Como asomaría la dorada cabeza de un adulto león emergiendo en horizonte. Y sin demora y sin zozobra, inicia su litúrgica consigna de preñar de luz el aire, el cielo, el mar de trigo y el rostro purísimo del niño, que lo mira absorto.
Y el padre hebreo se detiene.
Deja el atado de víveres al borde del camino, y mirando hacia el Naciente, toma con firmeza la diminuta mano del niño. “Es la hora del Shemmá, Iéshuah”, murmura sin más.
De todo el programa que implicaba para el niño que su padre lo llevara a un día de faena rural, nada, absolutamente nada era más esperable que esa instancia: la hora del Shemmá. Y la voz gruesa del padre entonó el letánico rezo de la aurora, bañados ambos con la luz del Origen. Y la delgada y pura voz del niño no se quedó atrás: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu fuerza…
Y el cosmos entero, en pasmo severo, contuvo su voz. Trigo en el campo, trigo en los ojos, trigo en la voz de un Verbo eterno hecho infante palestino, hecho orante matutino.
Mira los campos dorados: parecen aguardar con ansia la hora de su siega, le dice José a su hijo. Y mientras éste pasa la jornada correteando entre el denso trigal, el padre a destajo va recolectando parvas de rebosantes espigas. Sólo la oscura cabecita del niño asoma, cual barca diminuta, por entre las olas doradas del trigal. Y sus manos, ínfimas, extendidas cual ave en lúdico vuelo, van rozando las puntas de la era, al son de una danza llena de infante señorío. A su paso, el trigal se arquea entero, adorando la imprevista presencia de su Autor.
José, empapado en sudor, descansa su fatigado cuerpo, gravitándolo entero sobre la punta de su zapa y apoyando la pera sobre ambas manos mira al Niño. A su Niño, cómo no.
Diego de Jesús. Cuando Jesús tenía ocho años (fragmento). Sermones monásticos I.