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ENSEÑANZAS TRADICIONALES DE LA IGLESIA ACERCA DE LAS APARICIONES

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El mundo está hoy asediado, como nunca antes, por pretendidas apariciones celestiales…

A lo largo y ancho del mundo, hay literalmente cientos de supuestas vistas celestiales y hechos milagrosos. ¡Y los videntes no se contentan con mensajes de una o dos líneas…! La suma total de los volúmenes de los mensajes celestiales que han sido publicados en los últimos treinta años, podría competir fácilmente con la suma de las palabras de todas las encíclicas pontificias publicadas por la Iglesia Católica. Si el contenido de estos mensajes puede compararse con la sustancia de las enseñanzas pontificias, eso es otra cuestión…

Además, la gente que sigue estas apariciones ha desarrollado una tal devoción, una tal avidez por estos y los futuros mensajes, que dicha devoción y avidez aparecen como la característica principal de su vida espiritual; la más leve duda expresada en su presencia acerca de la verdad o santidad de estas supuestas manifestaciones celestiales, provoca de inmediato un furor emocional difícil de ser apaciguado.

En una época en que la ciencia-ficción, el misticismo oriental, el uso de drogas alucinógenas, la parapsicología y el ocultismo corren desenfrenados en nuestras sociedades, realmente no debería sorprender que los católicos modernistas, -ansiosos de ser notados- quieran también tener la posibilidad de disfrutar de fenómenos sobrenaturales “católicos”… Pero cuando católicos que pretenden mantener las enseñanzas tradicionales de la Iglesia en un mundo que se ha vuelto loco, cuando son estos los que de buen grado y sin cuestionarse aceptan la validez de estas supuestas visitas, uno puede preguntarse si es que alguna vez han entendido verdaderamente la responsabilidad inherente a su condición de católicos, la responsabilidad de mantener las enseñanzas tradicionales de la Iglesia acerca de las revelaciones, visiones y locuciones privadas. Se halla uno en la necesidad de cuestionar, no solo la autenticidad de las apariciones mismas, sino también la actitud de estos católicos respecto a las apariciones. ¿Porque se ignoran las enseñanzas tradicionales de la Iglesia?

Todos los teólogos católicos concuerdan en que las revelaciones, visiones y locuciones privadas deben ser estudiadas con gran cuidado, teniendo siempre en mente la posibilidad de ilusiones humanas, auto-engaño, influencias diabólicas o, incluso, ¡simple fraude! El R. P. Tanquerey, en su tratado sobre Teología Ascética y Mística, resume la actitud propia del católico respecto a las revelaciones privadas:

“Nada mejor podemos hacer que imitar la juiciosa reserva de la Iglesia y de los Santos. La Iglesia no acepta las revelaciones sino de largas y cuidadosas investigaciones. Por lo tanto, no debemos asegurar la existencia de una revelación privada sino hasta tener las pruebas convincentes que el papa Benedicto XIV enumera en su obra sobre las canonizaciones… Cuando un penitente manifiesta a su director espiritual sus supuestas revelaciones, este último debe abstenerse cuidadosamente de demostrar admiración, puesto que esto induciría al vidente a considerar estas visiones como verdaderas y quizás a enorgullecerse de ellas. El director espiritual debe, por el contrario, explicar que tales cosas son de mucho menor importancia que la practica de la virtud, que uno puede engañarse fácilmente en estas cuestiones, y que uno debe, por consiguiente, sospechar de tales visiones más que tomarlas en consideración. Esta es la regla establecida por los Santos”.

No necesitamos más que citar unos pocos pasajes de San Juan de la Cruz para ilustrar acerca de los peligros del auto-engaño y de las ilusiones diabólicas. Ésta es la sólida doctrina de uno de los más grandes Doctores de la Iglesia acerca de las cuestiones místicas. ¿Porqué los católicos de hoy no se han preguntado acerca de estos peligros, antes de correr precipitadamente a la aceptación, aprobación y promoción de estas supuestas locuciones?

En la subida al Monte Carmelo, San Juan de la Cruz dice:

“Estoy aterrado por lo que sucede en estos días, es decir, que cundo un alma con la más mínima experiencia de la meditación, si se da cuenta de ciertas locuciones de este tipo cuando se recoge para meditar, de inmediato las atribuye como viniendo todas de Dios, diciendo: “Dios me dijo…”, “Dios me ha contestado…”, cuando en realidad no son así, sino que son ellos que se lo dicen a sí mismos”

Y en el libro II, capítulo 11 de la misma obra, nos advierte del peligro de la ilusión diabólica, especialmente cuando el alma es crédula y ni siquiera considera la posibilidad de tal ilusión:

“Siempre se debe temer que estas locuciones procedan del demonio más que de Dios, pues el demonio tiene más influencia en lo que es exterior y corpóreo… Como estas locuciones son tan palpables y tan materiales, excitan grandemente los sentidos y el alma es llevada a considerarlas mas importantes cuando mas las siente. Corre el alma detrás de ellas y abandona la segura guía de la Fe, creyendo que la luz que le dan es la guía y el medio par alcanzar lo que ella desea, la unión con Dios. Y así el alma cuanto más se ocupa de estas cosas, mas se le aleja del recto camino y de los medios perfectos, es decir, la Fe. Además, cuando el alma se percibe sujeta a estas extraordinarias visitaciones, frecuentemente se introduce la autoestima, y se piensa ser algo en los ojos de Dios, lo que es contrario a la humildad. El demonio sabe también muy bien como insinuar en el alma una secreta -o a veces abierta- auto-satisfacción. Con este fin, el demonio presenta a los ojos las formas de los Santos y las más hermosas luces; causa voces adecuadas para halagar nuestros oídos, y con deliciosos aromas nuestro olfato; produce dulzuras en los labios, y espasmos de placer en el sentido del tacto; y todo esto para hacernos desear tales cosas y así poder desviarnos hacia mucho mal. Por esta razón es que debemos siempre rechazar y tener en poco estas representaciones y sensaciones”

En el libro II capítulo 16, resume sus advertencias: Es interesante notar que el rechazo de tales apariciones es la actitud propia que debe ser observada en el caso en que estas provengan verdaderamente de Dios, pues, tal como el Santo lo explica, este es el modo de probar que son verdaderamente de origen divino:

“Por lo tanto diré, con respecto a estas impresiones y visiones imaginarias, de cualquier modo que sean, ora sean falsas, provenientes del demonio, ora sean conocidas como verdaderas, viniendo de Dios, que el entendimiento no debe aturdirse respecto de ellas, ni alimentarse de ellas; el alma no debe aceptarlas voluntariamente, ni descansar sobre ellas, para poder permanecer despegada, pura y sinceramente simple, lo cual es la condición par la divina unión”.

A pesar de las abundantes advertencias que se hallan en las obras de San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila, sin embargo aún existen miles de devotos de los videntes contemporáneos que jamás se han planteado ni la más mínima duda acerca de la autenticidad de estas supuestas apariciones. Santa Teresa, quien ascendió por todas las moradas de la vida contemplativa, a menudo ejerció esta cautela y duda acerca de la autenticidad de las visiones y voces que ella misma experimentaba… ¡Pero eso no es para los adeptos de nuestros días! Ellos están seguros de que sus “voces” son divinas y no necesitan seguir las enseñanzas tradicionales de la Iglesia…

Otro escándalo a este respecto es la diligencia con que muchos católicos distribuyen la literatura y los mensajes provenientes de los distintos lugares de “apariciones”. Las imprentas se ponen en marcha tan pronto como un “vidente” aduce haber escuchado o visto algo nuevo. Y a sus devotos les falta el tiempo para diseminar las últimas noticias del “Cielo”…

La regla dada por Santa Teresa es que un vidente no debe hablar a nadie acerca de sus supuestas locuciones, excepto a su director espiritual, quien tendrá sumo cuidado en que solo las autoridades eclesiásticas examinen y den su juicio sobre el caso. No es esto lo que sucede con los videntes de nuestros días: Los mensajes y profecías son publicados sin permisos y sin reservas. Cuando se los confronta con la legislación tradicional de la Iglesia, opuesta a la publicación de las revelaciones privadas, algunos católicos responden: “Ah! ¿Pero no sabe usted que Pablo VI ha revocado tal legislación? Ahora está permitido publicar los mensajes!”…

Por más de 350 años, desde el decreto de Urbano VIII en 1625, la Iglesia prohibió severamente la publicación de visiones y revelaciones privadas sin una especial aprobación eclesiástica. Las razones son las citadas por San Juan de la Cruz y Benedicto XV. El decreto de Urbano VIII llegaba hasta imponer la mayor reserva, incluso en las conversaciones privadas, acerca de los hechos sobrenaturales de cuya autenticidad no hay prueba. Así el pueblo cristiano era protegido de los peligros inherentes a la actual “aparicionitis”, peligros de adhesión, curiosidad, engaño… Pero sobre todo, estas leyes encarnaban a la doctrina tradicional de la Iglesia Católica, acerca de ejercer la más juiciosa reserva con respecto a todas las supuestas revelaciones privadas.

Algunos católicos ignoran todo esto con una simple frase: “Es sólo un decreto disciplinario. Los papas pueden cambiar este tipo de leyes”. ¡Pero no! Cuando un cambio en una ley disciplinaria implica un peligro para la fe y las costumbres, los católicos deben ver en ésto un abuso de autoridad, y, por consiguiente, retener sólo las antiguas prácticas, aferrándose a la tradición. Aquellos católicos que verdaderamente comprenden lo que significa mantener la Tradición Católica en todos los aspectos de la vida diaria, jamás leerán, publicarán, o distribuirán los relatos o mensajes de éstas supuestas visiones o apariciones sobrenaturales. Prefieren seguir a los buenos papas de los últimos 350 años, más que seguir a algún liberal reciente que haya pasado leyes contrarias a la Tradición.

Finalmente, debe insistirse sobre el gran daño que causa a la vida espiritual tal curiosidad y entusiasmo por las “apariciones. En su obra “Las tres edades de la vida interior” del R.P. Garrigou-Lagrange, o.p. cita a San Juan de la Cruz, al decir que el deseo por tener revelaciones es al menos un pecado venial, aun cuando el alma tiene en vista un buen fin:

“San Juan de la Cruz reprueba fuertemente el deseo de tener revelaciones. En este punto, está completamente de acuerdo con San Vicente Ferrer, y demuestra que el alma que desea revelaciones es vana, que pos su curiosidad da al demonio la oportunidad de desviarla del recto camino, que esta inclinación quita la pureza de la fe, es un obstáculo para el espíritu, revela una falta de humildad y expone a innumerables errores.. Esta curiosidad es una deformidad del espíritu que arroja al alma en la ilusión y la confusión y la desvía de la humildad mediante la vana complacencia en las vías extraordinarias”

Es triste reconocer que, en nuestros días, no sólo los videntes sino también un gran número de fieles quebrantan estas prudentes reglas tradicionales por su curiosidad y avidez de escuchar lo último que “nuestra Señora ha dicho”. En verdad, algunos de éstos sitios de “apariciones” se están convirtiendo en oráculos hacia los que se vuelven más fieles, considerándolos como la más segura fuente para conocer la voluntad de Dios. Práctica pagana, tal como se ha visto en la historia del cristianismo. Nuestro Señor Jesucristo estableció una Iglesia visible y dijo a Sus Apóstoles, y a través de ellos, a sus sucesores, los Obispos” “El que os escucha, a Mí me escucha”. Si los católicos reemplazan el Magisterio de la Iglesia por estos oráculos, estarán invitando al demonio a dirigir sus vidas. San Juan de la Cruz concluye sus palabras sobre ésta cuestión del modo siguiente:

“El demonio se regocija grandemente cuando un alma busca las revelaciones y está dispuesta a aceptarlas, pues tal conducta le da muchas oportunidades para insinuar engaños y alejarla tanto como pueda de la fe, porque el alma se hace áspera y ruda, y cae frecuentemente en muchas tentaciones y malos hábitos”.

P. W. Welsh

 TEMAS RELACIONADOS (haz clic): 

1) LOS PELIGROS DEL APARICIONISMO


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