La luz tan pura que brilla en vuestros ojos, amados recién casados, manifiesta a todas las miradas la santa alegría que inunda vuestros corazones, el contento de haberos dado el uno al otro para siempre.
¡Para siempre! Nos hemos insistido ya sobre esta idea cuando hablábamos a otras parejas de recién casados, que os han precedido en torno a Nos, de la indisolubilidad del matrimonio.
Sin embargo, lejos de haberse agotado el tema, se puede decir que no hemos rozado todavía la superficie. Por eso querríamos entrar en él más profundamente, más íntimamente, hablando de aquella piedra preciosa que es la fidelidad conyugal, de la cual hoy nos limitaremos a haceros ver la belleza y haceros gustar el encanto.
Como contrato indisoluble, el matrimonio tiene la fuerza de constituir y vincular a los esposos en un estado social y religioso, de carácter legítimo y perpetuo y tiene sobre todos los demás contratos la superioridad de que ningún poder en el mundo –en el sentido y con la extensión ya por Nos explicados– es capaz de rescindirlo.
En vano una de las partes pretenderá desatarse de él; el pacto violado, renegado, roto, no afloja sus lazos; continúa obligando con el mismo vigor que el día en que fue sellado ante Dios con el consentimiento de los contrayentes; ni siquiera la víctima puede ser desatada del sagrado vínculo que la une a aquel o a aquella que le ha traicionado. La atadura no se desata, o más bien, no se rompe sino con la muerte.
A pesar de eso, la fidelidad dice todavía algo más poderoso, más profundo y al mismo tiempo más delicado y más infinitamente dulce. Porque, uniendo el contrato matrimonial a los esposos en una comunidad de vida social y religiosa, es necesario que determine con exactitud los límites dentro de los cuales obliga, que recuerde la posibilidad de una coacción exterior, a la cual una de las partes puede acudir para obligar a la otra al cumplimiento de los deberes libremente aceptados. Pero mientras estas determinaciones jurídicas, que son como el cuerpo material del contrato, le dan necesariamente como un frío aspecto formal, la fidelidad es en él como el alma y el corazón, la prueba abierta, el testimonio patente.
Aunque más exigente, la fidelidad cambia en dulzura lo que la precisión jurídica parecía poner en el contrato de más riguroso y más austero.
Sí, más exigente; porque ella juzga infiel y perjuro no sólo al que atenta con el divorcio, por otra parte inútil y sin efecto, a la indisolubilidad del matrimonio, sino también al que, sin destruir materialmente el hogar por él fundado, aun continuando la vida conyugal, se permite establecer y mantener paralelamente otro vínculo criminal; infiel y perjuro el que, aun sin establecer una ilícita relación durable, dispone, aunque sea una sola vez, para el placer ajeno o para la propia, egoísta y pecaminosa satisfacción de un cuerpo –para usar la expresión de San Pablo (1)–, sobre el cual, solamente el esposo y la esposa legítima tienen derecho.
Más exigente todavía y más delicada que esta estricta fidelidad natural, la verdadera fidelidad cristiana señorea y alcanza más allá; reina e impera, como soberana amorosa, en toda la amplitud del dominio real del amor.
Porque, efectivamente, ¿qué es la fidelidad sino el religioso respeto del don que cada uno de los esposos ha hecho al otro, don de sí mismo, de su cuerpo, de su mente, de su corazón, para toda la vida, sin otra reserva que los sagrados derechos de Dios?
I.- La frescura de la juventud en flor, la honesta elegancia, la espontaneidad y la delicadeza de las maneras, la bondad interior del alma, todos estos buenos y hermosos atractivos, que plasman el encanto indefinible de la joven cándida y pura, han conquistado el corazón del joven y le han elevado tanto hacia ella, con el empuje de un amor ardiente y casto, que en vano se buscaría en la naturaleza una imagen que ni por comparación pueda expresar un encanto tan exquisito. Por su parte, la joven ha amado la hermosura viril, la mirada valiente y noble, el paso firme y resuelto del hombre, sobre cuyo brazo vigoroso apoyará, puesta junto a él, la mano delicada a lo largo del áspero camino de la vida.
En esa primavera brillante el amor sabía ejercitar sobre los ojos el poder fascinador, dar a los actos más insignificantes un esplendor deslumbrante, cubrir o transfigurar las más evidentes imperfecciones. Cuando la promesa, al realizarse, ha sido mutuamente hecha delante de Dios, los esposos se han otorgado el uno al otro en la alegría natural, pero santificada, de su unión, con la noble ambición de una lozana fecundidad. ¿Es esto acaso ya la fidelidad en todo su fulgor? No; todavía no se ha probado.
Pero los años, pasando sobre la belleza y sobre los sueños de la juventud, le han arrebatado un tanto de su frescura, para darle, en cambio, una dignidad más austera y reflexiva.
La familia, con su crecimiento, ha aumentado la fatiga del peso que carga sobre las espaldas del padre. La maternidad, con sus penas, sus sufrimientos, sus riesgos, pide y exige valor: la esposa, sobre el campo del honor del deber conyugal, no ha de ser ni mostrarse menos heroica que el esposo sobre el campo del honor del deber civil, en donde ofrece a la patria el don de su vida.
Si a esto se añaden las lejanías, las ausencias, las separaciones forzadas, de las cuales igualmente hace poco hablábamos, u otras delicadas circunstancias que obligan a vivir en la continencia, entonces, recordándose que el cuerpo del uno pertenece al otro, los esposos cumplen sin vacilar su deber con sus exigencias y consecuencias, y mantienen con corazón generoso y sin debilidades la austera disciplina que impone la virtud.
Cuando, finalmente, con la vejez se multiplican las enfermedades, los achaques, las decadencias humillantes y penosas, todo el cortejo de miserias que sin la fuerza y el sostén del amor harían repugnante aquel cuerpo antes tan seductor, se le prodigan con la sonrisa en los labios los cuidados de la más delicada ternura. He aquí la fidelidad del mutuo don de los cuerpos.
II.- En los primeros encuentros durante el noviazgo, con frecuencia todo era encantador: el uno prestaba al otro, con ilusión tan sincera como ingenua, aquel tributo de admiración que hacia sonreír, con indulgencia complaciente, a los que lo veían. No reparéis demasiado en aquellas pequeñas disputas que, según el poeta latino, son más bien señal de amor: “Non bene si tollas praelia, datur amor“. “No hay de veras amor si no hay riñas”. Era la plena, la absoluta comunidad de ideas y de sentimientos en el orden material y espiritual, natural y sobrenatural, la armonía perfecta de los caracteres. La expresión de la alegría y del amor daba a sus conversaciones una espontaneidad, una viveza, un brío que hacían chispear las almas, brillar agradablemente el tesoro de los conocimientos que podían poseer, tesoro a veces bien escaso, pero al que todo contribuía para hacerlo valer. Es el atractivo, es el entusiasmo; no es todavía la fidelidad.
Pasa esta estación; las faltas no tardan en aparecer, la disparidad de los caracteres en manifestarse, aumentarse; acaso hasta la pobreza intelectual, en hacerse más patente. Se han terminado los fuegos artificiales: el amor ciego abre los ojos y queda desilusionado.
Entonces es cuando, para el amor verdadero y fiel, comienza la prueba y al mismo tiempo el encanto. Con los ojos bien abiertos cae en la cuenta de cada una de estas faltas, pero las recibe con afectuosa paciencia, consciente de sus propios defectos; y todavía con clarividencia mayor penetra hasta descubrir y apreciar, bajo la vulgar corteza, las cualidades de juicio, de sentido común, de sólida piedad, ricos tesoros escondidos oscuramente, pero de subidos quilates.
Y al tiempo que con solicitud descubre y valoriza estos dones y estas virtudes del alma, con no menos habilidad y vigilancia disimula a los ojos de los demás las lagunas y las sombras de la inteligencia o del saber, los caprichos o las asperezas del carácter. Sabe buscar, para las expresiones erróneas o inoportunas, una interpretación benigna y favorable, y siempre se alegra cuando la encuentra.
Ahí le tenéis dispuesto a ver lo que les mancomuna y une, y no lo que les divide; a rectificar cualquier error, disipar cualquier ilusión, con tan buena gracia que jamás ofende ni lastima. Lejos de mostrar su superioridad, con delicadeza interroga y pide el consejo de la otra parte, dejando ver que si tiene algo que dar también tiene gusto en recibir. ¿No veis cómo de ese modo se establece entre los esposos una unión de los espíritus, una colaboración intelectual y práctica que les hace elevarse hacia la verdad, en donde reside la unidad, hacia la verdad suprema, hacia Dios? ¿Y esto qué es, sino la fidelidad del mutuo don de sus inteligencias?
III.- Los corazones se han entregado para siempre. Por el corazón, sobre todo por el corazón, era poderoso el impulso que ha unido a los jóvenes esposos; pero también, sobre todo, por él, las desilusiones, cuando vienen, tiene sabor de amargura, porque el corazón es el elemento más sensible, pero también el más ciego del amor. Y cuando el amor vive todavía intacto, ya en las primeras pruebas de la vida conyugal la sensibilidad puede disminuir y estropear, a veces estropea necesariamente, alguna llama de su ardor excesivo y fácilmente ilusorio. Ahora bien, en la constancia y la perseverancia en el amor, en la actuación cotidiana del don recíproco y, si es necesario, en la prontitud y en la plenitud del perdón, ha de hallarse la piedra de toque de la fidelidad.
Si desde el principio el amor fue verdadero y no solamente una búsqueda egoísta de satisfacciones sensuales, este amor nunca cambiado del corazón vive siempre joven, jamás vencido por los años que pasan. Ninguna cosa hay más edificante y encantadora, ninguna más conmovedora que el espectáculo de aquellos venerables ancianos cuyas bodas de oro tienen en su celebración algo de más tranquilo, pero también de más profundo, hasta diríamos de más tierno, que aquellas de la juventud.
Sobre su amor han pasado cincuenta años: trabajando, amando, sufriendo, rezando juntos, han aprendido a conocerse mejor, a descubrir el uno en el otro la verdadera bondad, la verdadera belleza, la verdadera palpitación de un corazón devoto, o adivinar todavía más lo que al otro puede agradar; y de aquí aquellas premuras exquisitas, aquellas pequeñas sorpresas, aquellas innumerables pequeñeces, en las que solamente encontraría chiquilladas el que no sabe descubrir la grandiosa, la hermosa dignidad de un inmenso amor. Esta es la fidelidad del mutuo don de los corazones.
Felices vosotros, jóvenes esposos, si habéis podido, si podéis todavía contemplar semejantes escenas en vuestros abuelos. Acaso vosotros, cuando muchachos, habéis bromeado con ellos delicada y amorosamente; pero ahora, el día de vuestras bodas, vuestras miradas se han posado conmovidas sobre estos recuerdos con santa envidia, con la esperanza de ofrecer un día vosotros mismos un espectáculo semejante a vuestros nietos. Nos lo auguramos y sobre vosotros invocamos del Señor la gracia de esta larga, indefectible y deliciosa fidelidad, mientras, con toda la efusión del corazón, os damos Nuestra paternal Bendición Apostólica.
1. I Cor. VII, 4.
1. I Cor. VII, 4.
De la Alocución La luce, a unos recién casados, 21 de Octubre de 1942
Ver también (haz click): EL VALOR DE LA FIDELIDAD MATRIMONIAL