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MORTIFICACIÓN DE LA SENSUALIDAD

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« Vete, no peques más en adelante » Jn 8, 11.


Recordemos las palabras de Nuestro Señor: “Si tu ojo derecho es para ti ocasión de pecar, sácale y arrójale fuera de ti; la mano... córtala; pues mejor te está el perder uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno”. Lo que la moral cristiana dice a propósito del sexto mandamiento: fuera del matrimonio, la delectación carnal directamente consentida con plena deliberación es un pecado mortal. Y no hay aquí parvedad de materia. ¿Por qué? Porque tal consentimiento directo nos expone próximamente a otro más grave; es como poner el dedo en un engranaje que nos destrozaría el brazo entero.

Se trata ahí de evitar un pecado capital que conduce a la inconsideración, a la inconstancia, a la ceguera del espíritu y al amor de sí hasta el odio de Dios y la desesperación.

También San Pablo nos recuerda enérgicamente la necesidad de esta mortificación, de la cual nos da ejemplo, cuando dice: “Castigo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado”. Trátase aquí de la mortificación de los sentidos y del cuerpo en general para asegurar la libertad del espíritu, de modo que el cuerpo no abrume al alma y la deje vivir su vida superior.

Enseña Santo Tomás que la lujuria se evita más bien huyendo las ocasiones que por la resistencia directa, que hace pensar demasiado en lo que se ha de combatir. En cambio, la acidia o pereza espiritual se la vence mejor con la resistencia, porque, para hacerle frente, ponemos la atención en los bienes espirituales que nos atraen más cuanto más pensemos en ellos.

Hemos de poner también gran atención en evitar lo mejor que nos sea posible los movimientos de sensualidad aun indirectamente voluntarios, sobre todo cuando existe próximo peligro de consentimiento. También es muy conveniente para algunos evitar ciertas lecturas (de medicina, por ejemplo) que para los tales podrían ser peligrosas en razón de su fragilidad, máxime si hacen esas lecturas por mera curiosidad y no por deber de estado.

En este terreno, preciso es igualmente vigilar sobre ciertos afectos que podrían llegar a ser demasiado sensibles y aun sensuales. El autor de la Imitación (1. I, c. VI y VIII) nos dice que hay que evitar la demasiada familiaridad con las criaturas para gozar de la de Nuestro Señor, y que ciertas afecciones demasiado vivas y sensibles hacen perder la paz del corazón. Santa Teresa dice también en el Camino de Perfección (c. IV) que ciertas amistades particulares son verdaderas pestes que, poco a poco, hacen perder el fervor y después la regularidad, y que a veces causan las más profundas divisiones en las comunidades y hasta ponen en peligro su salvación.

La mortificación del corazón no es aquí menos necesaria que la del cuerpo y la de los sentidos.

En fin, hay que tener mucha cuenta en no buscar en la oración los consuelos sensibles por ellos mismos, es decir por una especie de gula espiritual. El que ama a Dios no por Él sino por el consuelo sensible que recibe o espera recibir, anda fuera de orden. Porque primero se ama a sí y después a Dios, como a cosa inferior a sí. Orden trastornado es ése y perversión más o menos conocida. Abuso grande es, de lo más santo, y por ahí queda la puerta abierta a todas las tentaciones.

Los deleites espirituales, buscados en sí mismos, despiertan las pasiones dormidas en nuestro corazón de carne, y, en lugar de seguir la ruta que los santos han seguido, insensiblemente se va cayendo por la pendiente por la que se han dejado arrastrar los falsos místicos, los quietistas particularmente. “Corruptio optimi pessima” (la corrupción de lo mejor es lo peor), la peor corrupción es aquella que destruye en nosotros lo mejor que poseemos, el amor de Dios, desfigurándolo y falseándolo totalmente. Nada hay más alto en la tierra que la verdadera mística, que no es otra cosa que el ejercicio eminente de la más depurada virtud, la Caridad, y de los dones del Espíritu Santo que la acompañan. Como tampoco hay cosa peor que la mística bastarda y falsa, que el falso amor de Dios y del prójimo, que no tiene de verdadero sino el nombre y se le parece, como el falso diamante imita al verdadero. San Juan nos amonesta (I Jn 4, 1): “Queridos míos, no queráis creer a todo espíritu, sino examinad los espíritus si son de Dios. Para no enredarse en ilusiones, es necesaria la humildad y la pureza de corazón. Se puede decir que toda la doctrina de Nuestro Señor sobre la mortificación de la sensualidad, se resume en estas palabras: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”.

Pero hay otra mortificación sobre la cual insiste mucho el Evangelio, y es la de la irascibilidad, que es otra forma de desorden de la sensibilidad que, como hemos visto, se divide en concupiscible e irascible.

(*) Extracto del libro “Las tres edades de la Vida Interior” del Padre Garrigou-Lagrange O.P. 


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