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NO ULTRAJEMOS AL SEÑOR por San Juan María Vianney

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Jesucristo fué abandonado a los insultos de la plebe, y tratado como un rey de burlas por una comparsería de falsos adoradores. Mirad a aquel Dios que no pueden contener el cielo v la tierra, y de quien, si fuese su voluntad, bastaría una mirada para aniquilar el mundo: le echan sobre las espaldas un manto de escarlata; ponen en sus manos un cetro de caña y ciñen su cabeza con una corona de espinas; y así es entregado a la cohorte insolente de la soldadesca. ¡Ay!, ¡en qué estado ha venido a parar Aquel a quien los ángeles adoran temblando! Doblan ante Él la rodilla en son de la más sangrienta burla; arrebátanle la caña que tiene en la mano, y golpéanle con ella la cabeza. ¡Oh!, ¡qué espectáculo! ¡Oh!, cuánta impiedad!... Mas es tan grande la caridad de Jesús, que a pesar de tantos ultrajes, sin dejar oir la menor queja, muere voluntariamente para salvarnos a todos. Y no obstante, este espectáculo, que no podemos contemplar sino temblando, se reproduce todos los días por obra de un gran número de malos cristianos.

Consideremos la manera cómo se portan esos infelices durante los divinos oficios; en la presencia de un Dios que se anonadó por nosotros, y que permanece en nuestros altares y tabernáculos para colmarnos de toda suerte de bienes, ¿qué homenaje de adoración le tributan? ¿No es por ventura peor tratado Jesucristo por los cristianos que par los judíos, quienes no tenían, como nosotros, la dicha de conocerle?. Ves aquellas personas comodonas: apenas si doblan una rodilla en el momento más culminante del misterio; mirad las sonrisas, las conversaciones, las miradas a todos los lados del templo, los signos y muecas de aquellos pobres impíos e ignorantes: y esto es sólo lo exterior; si pudiésemos penetrar hasta el fondo dé sus corazones, ¡ay!, ¡cuántos pensamientos de odio, de venganza, de orgullo! ¿Me atreveré a decirlo, que los más abominables pensamientos impuros corrompen quizás todos aquellos corazones? Aquellos infelices cristianos no usan libros ni rosarios durante la santa Misa, y no saben cómo emplear el tiempo que dura su celebración; oidles cómo se quejan y murmuran por retenérseles demasiado tiempo en la santa presencia de Dios. ¡Oh, Señor!, ¡cuántos ultrajes y cuántos insultos se os infieren, en los momentos mismos en que Vos con tanta bondad y amor abría las entrañas de vuestra misericordia! ... No me admiro de que los judíos llenasen a Jesucristo de oprobios, después de haberle considerado como un criminal, y creyendo realizar una buena obra; pues «si le hubiesen conocido, nos dice San Pablo nunca habrían dado muerte al Rey de la gloria» (I Cor., II, 8.). Mas los cristianos, que con tanta certeza saben que es el mismo Jesucristo quien está sobre los altares, y conocen cuánto le ofende su falta de respeto y comprenden el desprecio que encierra su impiedad! ... ¡Oh, Dios mío! y, si los cristianos no hubiesen perdido la fe, ¿podrían comparecer en vuestros templos sin temblar y sin llorar amargamente sus pecados? ¡Cuántos os escupen el rostro con el excesivo cuidado de adornar su cabeza; cuántos os coronan de espinas con su orgullo; cuántos os hacen sentir los rudos golpes de la flagelación, con las acciones impuras con que profanan su cuerpo y su alma! ¡Cuántos¡ ¡ay! os dan muerte con sus sacrilegios; cuántos os retienen clavado en la cruz, obstinándose en No podemos considerar sin temblor lo que sucedió al pie de la cruz: aquel era el lugar donde el Padre Eterno esperaba a su Hijo adorable para descargar sobre Él todos los golpes de su justicia. Igualmente, podemos afirmar que es al pie de los altares donde Jesucristo recibe los más crueles ultrajes. ¡Ay!, ¡Cuántos desprecios de su santa presencia! ¡Cuántas confesiones mal hechas! ¡Cuántas misas mal oídas! ¡Cuántas comuniones sacrílegas! ¿No podré deciros yo como San Bernardo: ¿«que pensáis de vuestro Dios, cuál es la idea que de Él tenéis»? Desgraciados, si tuvieseis de Él el concepto que debéis, ¿osarías venir a sus pies para insultarle? Es insultar a Jesucristo acudir a nuestras templos, ante nuestros altares, con el espíritu distraído y ocupado en los negocios mundanos; es insultar a la majestad de Dios comparecer en su presencia con menos modestia que en las casas de los grandes de la tierra. Le ultrajan también aquellas señoras y jóvenes mundanas que parecen venir al pie de los altares sólo para ostentar su vanidad, atraer las miradas y arrebatar la gloria y la adoración que sólo a Dios son debidas. Dios lo aguanta con paciencia, mas no por eso dejará de llegar la hora terrible... Dejad que llegue la eternidad...

Si en la antigüedad Dios se quejaba de la infidelidad de su pueblo, porque profanaba su santo Nombre, ¡cuáles serán las quejas que tendrá ahora para echarnos en cara, cuando, no contentos con ultrajar su santo Nombre con blasfemias v juramentos que hacen temblar el infierno, profanamos el Cuerpo adorable y la Sangre preciosa de su Hijo!... Dios mío, ¿a qué os veis reducido?.. En otro tiempo no tuvisteis más que un calvario, pero ahora, ¡tenéis tantos cuantos son los malos cristianos!...

¿Qué sacaremos de todo esto, sino que somos realmente unos insensatos al causar tales sufrimientos a un Salvador que tanto nos amó? No volvamos a dar muerte a Jesucristo con nuestros pecados, dejemos que viva en nosotros, y vivamos también en su gracia. De esta manera nos cabrá la misma suerte que cupo a cuantos procuraron evitar el pecado y obrar el bien guiados solamente por el anhelo de agradarle.

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