María Magdalena era la amiga privilegiada de Jesús. Le servía con sus bienes y le acompañaba a todas partes. Ella honró también magníficamente su Humanidad con sus regalos: Tenía gusto especial en orar a sus pies con el silencio de la contemplación: por todos estos títulos es la patrona y el modelo de la vida de adoración y de servicio a Jesús sacramentado. Estudiemos a María Magdalena: su vida está llena de las mejores enseñanzas.
Jesús amaba a Marta, a María Magdalena su hermana (de Marta) y a Lázaro; a María especialmente. Sin duda que amaba a los tres, pero sentía especial afecto por María Magdalena.
Aunque Jesucristo nos ame a todos, sin embargo, tiene sus amigos predilectos, y permite que también nosotros tengamos amigos en Dios. La naturaleza, y aun la gracia misma necesitan de ellos. Todos los santos han tenido amigos de corazón, y ellos mismos han sido los más tiernos y desinteresados amigos.
Magdalena fué, antes de su conversión, una pecadora pública. Poseía todas las cualidades de cuerpo y espíritu, y al mismo tiempo todos los bienes de fortuna que pueden conducir a los mayores excesos. Y ella se dejó llevar. El Evangelio la rebaja hasta el punto de decir que fué una pecadora pública. Tal llegó a ser su degradación, que túvose como una deshonra para Simón el Fariseo que ella hubiese entrado en su casa. Y aun llegó a dudarse del espíritu profético de Jesús, a causa de haberla tolerado a sus pies.
Mas esta pobre pecadora, una vez conseguido el perdón de sus culpas, va a remontarse hasta la cumbre de la santidad. Veamos cómo.
Lo que detiene, sobre todo, a los grandes pecadores, impidiéndoles la conversión, es el respeto humano. Yo no podría perseverar en el bien, dicen; no me atrevo a emprender una cosa en que no me sería posible continuar. Y se detienen desalentados.
No obró así la Magdalena: sabe que Jesús está en casa de Simón, y no vacila; se dirige directamente a Jesús y hace pública confesión de su vida libertina. Ella se atreve a penetrar en una casa, de donde se la hubiese despedido ignominiosamente y sin miramiento alguno si se la hubiese reconocido al entrar en ella. A los pies de Jesús no profiere palabra alguna; pero su amor habla muy alto. Los pintores la representan con los cabellos esparcidos, desaliñados, y con los vestidos en desorden. Esto es pura imaginación, pues ni hubiese sido digno de Jesús, ni digno de su arrepentimiento.
Va derechamente a Jesús sin equivocarse. ¿Dónde le ha conocido?¡Ah, es que el corazón enfermo sabe, muy bien encontrar a aquel que ha de consolarle y curarle!
María no se atreve siquiera a levantar la vista a Jesús; no dice palabra: tal es el carácter del verdadero arrepentimiento, como se ve en el Hijo pródigo y en el publicano. El pecador que mira de frente al Dios a quien ha ofendido, le insulta. María llora, y enjuga con sus cabellos los pies de Jesús rociados con sus lágrimas. He aquí su puesto, a los pies de Jesús. Los pies pisan la tierra, y ella sabe que no es más que polvo de cadáver. Los cabellos, esa vanidad que el mundo adora, ella los desprecia y los hace servir como de trapo, y permanece postrada esperando la sentencia. oye los propósitos de los envidiosos, de los Apóstoles y demás judíos, que no honraban sino la virtud coronada y triunfante. Ellos no amaban a Magdalena, que les da a todos esta lección. Todos habían pecado, pero nadie había tenido valor para pedir perdón públicamente. ¡El mismo Simón se indigna! Pero Jesús defiende a Magdalena. ¡Qué palabras de rehabilitación: Se le han perdonado muchos pecados, porque ha amado mucho! “Ve en paz—le dice el Salvador, —tu fe te ha salvado.” Y no añade: “No peques más”, como dijo a la adúltera, más humillada por haber sido sorprendida en el crimen que arrepentida por haber ofendido a Dios. La Magdalena no necesita de esta recomendación: su amor produce en Jesús la certidumbre de su firme propósito. ¡Qué absolución tan hermosa y conmovedora! Magdalena tiene, pues, una contrición perfecta. Cuando vayáis a los pies del confesor, uníos a la Magdalena, y que vuestra contrición, como la suya, sea producida más por el amor que por el temor.
La Magdalena se retiró con el bautismo de amor, y con su humildad llegó a ser más perfecta que los Apóstoles. ¡Ah! Después de este ejemplo, menospreciad a los pecadores, si a ello os atrevéis. Un instante basta para hacer de ellos grandes Santos. ¡Cuántos, entre los mayores de éstos, no han sido buscados y habidos por Jesucristo entre el lodazal del pecado! San Pablo, San Agustín y tantos otros son de ello elocuentísimos ejemplos. La Magdalena les abre el camino: supo remontarse hasta el Corazón de Jesús, porque partió de muy abajo y se humilló profundamente. ¿Quién, pues, podrá desesperar?
Después de su conversión, la Magdalena va a entrar en el amor activo. Esta es una gran lección. Muchos de los convertidos se detienen allí. Quieren permanecer en la paz de una buena conciencia con la práctica de los Mandamientos. No se atreven, no se animan a seguir a Jesús, y acaban por volver a caer. El hombre no vive de lágrimas y suspiros. Habiendo hecho pedazos los objetos que vuestro corazón tenía en tanta estima, aquellos objetos que constituían toda vuestra vida, es necesario reemplazarlos con algo, y este algo ha de ser la vida de Dios. ¿Quedáis arrodillados a los pies de Jesús? Pues cuando se levante, seguidle y marchad con Él. La Magdalena va a seguir a Jesús; ya nunca se apartará de Él. Volveréis a encontrarla a sus pies, escuchando su palabra y meditándola en su corazón. Esta es la gracia de su vida toda: ella no usa otras palabras que las de oración, plegaria, amor. Sigue a Jesús y practica las virtudes de sus diversos estados. La conversión que se limita al sentimiento no es duradera: María comparte con Jesús los diversos estados de ánimo y las diferentes penalidades a que se ve sometido.
Durante sus viajes, ella le proporciona lo que es necesario para su subsistencia y la de los Apóstoles. Jesús va con frecuencia a casa de sus amigos de Betania para comer allí: en cambio Él les concede el alimento de la gracia y del amor. Cada vez que se presenta en aquella casa, María se echa a sus pies y se entrega a la oración. Marta siente por esto el aguijón de los celos, de la envidia. Así hacen aquellos que creen que sólo hay un estado bueno, que sólo hay una manera de vivir. Todos los estados son buenos: el que tú hayas elegido es bueno; guárdale, pero no desprecies los demás. Marta, trabajando por Jesús, hacía bien; pero hizo mal en mostrarse celosa de su hermana. Ya sabéis cómo le respondió Jesús defendiendo a Magdalena. Mejor es oír su voz que prepararle alimento. Ocurre todavía que las vocaciones activas suelen quejarse de las almas contemplativas: “Sois inútiles —les dicen— venid, pues, a ejercitar la caridad trabajando en favor de vuestros hermanos.” Más Jesús las defiende en este pasaje.
Pues qué, ¿no hay que ejercitar también la caridad con Jesucristo, pobre y abandonado en su Sacramento? Magdalena oye este diálogo, a las quejas de su hermana no responde palabra: hállase bien a los pies del Salvador y allí continúa.
Otro carácter del amor activo de Magdalena es el sufrimiento: ella sufre con Jesucristo. Sin duda que había conocido con anticipación la muerte de su Maestro: la amistad no tiene secretos; y si Jesús la reveló a su Apóstoles, tan rudos y groseros, ¿cómo la había de ocultar a Magdalena?
Ved, pues, a Magdalena sufriendo en su amor. Ella va adonde no osan ir los hombres; sube hasta el Calvario, abandona a su familia querida, y sigue a Jesús hasta el término de su Pasión; y la vemos, con María Santísima, a los pies de la cruz. El Evangelio la nombra expresamente, cosa que tenía bien merecida por cierto. ¿Y qué hace allí? Ama y sufre con Jesús. Aquel que ama quiere compartir las alegrías y las penas de la persona querida. El amor funde dos vidas, dos existencias en una sola. Magdalena no está en pie: recuerda que ha sido pecadora y que debe estar arrodillada. Sólo María permanece a pie firme, inmolando a su hijo querido, a su fiel Isaac.
La Magdalena espera allí hasta después de la muerte de Jesús. Al amanecer del primer día de la semana vuelve allí. Sabe muy bien que Jesús está sepultado, y quiere todavía sufrir y llorar. El Evangelio encomia el celo, la magnificencia de los presentes de las otras mujeres; de Magdalena sólo cuenta las lágrimas. ¡He aquí la heroína cristiana! Magdalena manifiesta, más que todos los demás santos, la inmensidad de la misericordia divina,
Después de la Ascensión, ya el libro sagrado no dice nada de Magdalena. Una tradición constante y venerable nos presenta a los judíos colocando a María, Marta y Lázaro en un barco desmantelado, y lanzándolo a alta mar, para que allí encontrasen una muerte segura. Pero el Amigo de otros tiempos los ama siempre: Jesús suple la falta de piloto y gobierno del buque; los condujo basta Marsella, y los confió a sus naturales, que son sus amigos y los hijos mayores de su familia.
Lázaro murió mártir. Era precio que su sangre regara la hermosa tierra Provenzal para que la fe floreciese en ella. Marta subió hasta Tarascón, y, reuniendo una comunidad de vírgenes, practica la caridad del cuerpo y del alma en todo el país circunvecino.
Magdalena se retira a una montaña, como para acercarse a Dios. Encuentra allí una gruta, preparada sin duda por la mano de los ángeles. Bien pronto recibe allí visitantes en gran número; y, faltándole tiempo para conversar con su buen Maestro y Señor, sube más arriba, sobre un pico escarpado, y allí alterna con Dios sólo. Allí termina sus días. Ella oraba en aquel paraje, y continuaba en su vida los misterios de Jesucristo. Jesús no cesaba de visitarla. Los sacerdotes cristianos le llevaban la santa Comunión; y, cuando iba a exhalar su último aliento, San Maximino, uno de los setenta y dos discípulos que tuvo el Salvador durante su vida, le dió con su mano la Comunión. Ella había acompañado a Jesús en el trance de la muerte, y este buen Salvador le correspondía con el mismo servicio y con idéntico honor.
Murió en Francia y de ello se glorían sus buenos hijos. Poseen sus santas reliquias. Esta es una de las pruebas más señaladas del amor que Jesucristo profesa a Francia. Le envió a sus amigos, que están en ella: por esto esperamos que Francia habrá de encontrar en las oraciones y los méritos de María Magdalena un título a la misericordia de Dios, puesto que esta nación imita su arrepentimiento y amor a Jesús, que vive en ella, que habita en sus ciudades y en sus más insignificantes aldeas. Sí, Jesucristo ama con predilección a Francia, como amaba a Magdalena y a la familia de Betania.
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