El Vía crucis de todos los hombres
(extracto).
I- Jesús es condenado a muerte.
Gracias, Señor, por tu condena a muerte. Has querido pasar para siempre a la historia con “antecedentes penales”. En los archivos de la justicia humana tienes una ficha irredimible: reo de muerte. Y por esa ficha tuya, infamante e injusta, son quemadas para siempre nuestras justas fichas de merecida y culpable condenación; son destruidos los archivos de nuestras comprobadas injusticias personales y se nos concede un edicto plenario de absolución. Por tu condena a muerte, gracias, Señor.
‐Se dice al terminar cada estación:
‐Adorámoste Cristo y te bendecimos que por tu Santa Cruz redimiste al mundo y a mí pecador. Amén.
‐Se reza un Padrenuestro, una Avemaría y un Gloria.
II- Jesús carga con la cruz.
Cristo no estrenó ninguna cruz. Es absurdo imaginar que los soldados acudieran a un bosque próximo a escoger y talar un árbol con cuyo tronco preparar una cruz nueva para Cristo. No era hora de labrar cruces nuevas, sino de aprovechar las existentes, y que por eso vienen con restos de sangre seca del último crucificado, incrustada en las rugosidades de sus nudos. Precisamente éso era lo que buscaba Cristo: solidarizarse con las cruces, ya en uso, de sus hermanos los hombres. No estrenó una cruz flamante para él. Un modelo especial. Quería nuestra cruz, ya usada por nosotros, para hacerla suya… Quería una cruz transida y mojada por el sudor, la sangre y el llanto de otros hombres. Una cruz que se había estremecido ya en el aire con los estertores de los moribundos y así derrotar definitivamente entre sus brazos a la muerte.
III- Jesús cae por primera vez.
Cristo sigue cayendo y cayendo en las calles de nuestra vida. En las esquinas, en las aceras, en los cruces de caminos, en las cunetas de nuestra existencia, hay hermanos caídos en la tierra y aplastados por su cruz.
IV- Jesús encuentra a su Madre.
El que multiplicó los panes y los peces, el que caminó sobre el oleaje enfebrecido, el que resucitó a los muertos y expulsó con el látigo a los mercaderes del templo, no tiene ahora fuerzas ni para llevar, como un hombre, el peso de su cruz. Y ahora ha rodado por el suelo aplastado por ella. Pero en frente de ti, cerca, en esa esquina, ahí te esperan bien abiertos, unos ojos a los que puedes asirte fuerte y firmemente, para levantarte y ponerte de pie. Míralos: los ojos de María, tu Madre. Ahí la tienes, puntual; justo después de tu caída. Es una cita a la que no fallan jamás las madres. Ellas se las arreglan para estar siempre junto a sus hijos derribados. Dios conceda a todos los hombres una mujer así -madre, esposa, hermana o hija-, en las esquinas dolorosas de su Vía Crucis. Una mujer que se parezca a María, la Madre de Jesús.
V-El Cireneo carga con la cruz de Cristo.
Si quieres llevar mejor tu cruz, carga al mismo tiempo la de otro. En la ciencia cristiana, una cruz sola pesa más que dos: si sumas cruces, restas peso. Si tratas de restar en tu egoísmo, sumas y multiplicas tu propia cruz. Cuando encima de la tuya cargas con la de tu hermano, la propia se aligera, se alegra, le nacen alas…. Si te centras en tu cruz personal, tú solo, al margen de todo y de todos, te pesará más, hasta convertirse en una obsesión que te aplaste. ¿Por qué no haces de Cireneo de tu hermano? Verás cómo cambia todo radicalmente.
VI- La Verónica limpia el rostro de Jesús.
La Verónica, compadecida, desafiando a la autoridad y al orden público, enjuga el rostro desfigurado y sangrante de Cristo. Por ser la única persona que se había atrevido públicamente a dar por El la cara, en recompensa Cristo le da también la suya. Por desgracia, ha aparecido hoy otra versión, diametralmente opuesta, de la Verónica. Verónicas al revés. Van por los caminos de la vida buscando caras maltrechas, sangrantes y desfiguradas de los hombres. Pero no para enjugar el llanto, restañar la sangre y limpiar el polvo y la saliva, devolviéndoles así un rostro sano, limpio y bello. Al revés. Se dedican a hurgar en todos los basurales de la sociedad, a revolver las aguas corrompidas de todas las cloacas, para entresacar con gancho afilado de curiosidad malsana, todos los chismes groseros, todos los cuentos denigrantes, todas las calumnias putrefactas. Verónicas al revés, que afirman conmoverse y llorar ante el rostro sangrante de Cristo y que no tienen empacho en herir y ensangrentar la cara de Cristo en sus hermanos.
VII- Jesús cae por segunda vez.
Lo más pavoroso y desolador en el hombre caído debe ser, Señor, sentirse solo y saberse solo en su caída; solo y desasistido en su debilidad; solo y abandonado en su culpabilidad. La más trágica soledad debe ser la del hombre y su pecado, en el desierto absoluto de su impotencia. Pero desde que Tú caíste, Señor, nadie puede sentirse solo en su caída y su pecado. Tus caídas suavizan y ablandan nuestras piedras, alfombran nuestros caminos, acolchan cariñosamente nuestros golpes y tropezones. Nadie cae solo. Nadie peca solo. Ya estaba allí Cristo, caído en tierra para amortiguar el golpe. Para recoger nuestra debilidad en su fortaleza. Para darnos su mano y ponernos de pie.
VIII- Jesús habla a las hijas de Jerusalén.
Jesús dice a las mujeres: "Si al árbol verde lo tratan de esta manera, ¿en el seco qué se hará?" Toma Señor, nuestra leña seca, amontónala sobre tu tronco verde y que el fuego redentor de esa hoguera ilumine, purifique y redima al mundo. Ahí está nuestra leña seca: préndele fuego. Y abrasa al mundo en tu amor.
IX- Jesús cae por tercera vez.
No hay peor pecado que el de soberbia, ni más peligrosa caída que la del orgullo. La caída del soberbio no se ve. No cae hacia abajo, manchándose su carne con polvo y barro. El soberbio cae hacia arriba, tratando de usurparle a Dios el sitio. En la caída hacia arriba el abismo es tan profundo que a veces no se toca fondo; crece nuestro orgullo y se refina nuestra soberbia, más ciega cada vez. En la caída hacia abajo, por alta que sea pronto se toca tierra, y se palpa en el choque, dolorosamente, la propia debilidad. El golpe contra la tierra despierta nuestra humildad. El hombre que cae hacia abajo se descalabra, y, humillado, puede volver a levantarse. Dios le hecha una mano. Gracias, Señor, por nuestras caídas. Con polvo, con sangre, con roturas y descalabros aprendemos nuestra medida exacta, nuestra pequeñez y debilidad.
X- Jesús es despojado de sus vestidos.
Es lógico que a nuestros crucifijos, les ciñamos la cintura con un paño. Por respeto, por pudor, por cariño. Pero, sinceramente, ese paño...... se lo ponemos a Cristo ¿por Él o por nosotros? ¿Por piedad, pensando en Jesús, o por cómoda tranquilidad para evitar que sufran nuestros ojos y se perturbe nuestra sensibilidad? Este viejo y egoísta recurso lo aplicamos continua y sistemáticamente en nuestra vida: no ver ni oír nada que pueda hacernos sufrir; nada que hiera nuestros ojos ni comprometa nuestro corazón. Y así nos pasamos la vida poniendo paños y vendas sobre las penas, los dolores, las tristezas y las injusticias que padecen nuestros hermanos. Tapamos con paños los dolores ajenos como cubrimos, Señor, con velos, tu cintura en tus imágenes. El caso es no ver, no enterarse, no sufrir. Pero en este juego peligroso y egoísta de velos y paños, hay cristianos que deciden ponerse las vendas ellos mismos sobre sus propios ojos, taponándose herméticamente los oídos y acorazarse el corazón con una armadura blindada: llevan el corazón blindado a prueba de sufrimientos ajenos.
XI-Jesús es clavado en la cruz.
El Emperador Constantino hace 1600 años publicó una ley aboliendo para siempre el suplicio de la cruz. Fue un homenaje a tu Persona, Señor, y un desagravio de la misma Roma que, cuatro siglos antes, te había ejecutado con el suplicio más infame. Pero el decreto de Constantino ha sido completamente inútil. La cruz no ha podido, ni podrá nunca, ser abolida. A todos nos busca y nos persigue. Y tarde o temprano, en todas partes, en vida o en muerte, todos acabamos crucificados. A la corta o a la larga, a todos nos aguarda la cruz. En nuestra vida todos repetimos esta Undécima Estación del Via Crucis. Enséñame, Señor, a transformar mi cruz en sonrisa y gloria entre mis labios, aunque sepa a hiel y vinagre.
XII- Jesús muere en la cruz.
El Viernes Santo en el Calvario, a las tres de la tarde, no murió Cristo solamente con una muerte individual y personal. También nosotros moríamos a la misma hora. En su naturaleza humana estabamos presentes todos los hombres; sobre sus espaldas gravitaban todos nuestros pecados. Su Pasión era la consecuencia de haberse responsabilizado ante su Padre de todos nuestros delitos. Por eso también en su muerte moríamos con Él todos los pecadores. Al cargar con nuestros pecados, Cristo cargó también con nuestra muerte, porque pecado y muerte están siempre inseparablemente soldados. Desde que Cristo murió en la cruz ya la muerte es radicalmente distinta.
XIII- Jesús es descolgado de la cruz y puesto en los brazos de su Madre.
Señora de la Piedad, por tu Hijo muerto, concédeles a todas las madres ser siempre playas abiertas para recibir a sus hijos después de las tormentas y los naufragios de sus vidas. Anima, Señora, a los hijos, a regresar a la playa de la madre. En ese regazo pueden recomponerse todas las roturas.
Y si a los hijos, destrozados y malditos por la vida, nos faltara el regazo de una madre, recuérdanos, Señora, que tú eres siempre Madre y que tu regazo es la playa siempre abierta para los restos de nuestro naufragio.
XIV-Jesús es enterrado en un sepulcro.
El Vía Crucis de Cristo no termina en un sepulcro lleno, sino en una tumba vacía. Porque el sepulcro está vacío recorremos y repetimos su Vía Crucis y lo copiamos en nuestra vida, ya que al final nos espera la gloria de la resurrección. Nunca ha habido un sepulcro más vacío: todo, con El ha resucitado: sus Palabras, sus Promesas, sus Parábolas, sus Milagros, sus Bienaventuranzas. Ya tienen respuesta los pecadores, los enfermos, los pobres, los oprimidos, los pacíficos, los misericordiosos, los muertos. Todo ha resucitado en Cristo. Las catorce estaciones del Vía Crucis solamente se comprenden y se aceptan cuando se las ha contemplado desde la altura del Calvario, junto al sepulcro vacío, transfiguradas con la luz nueva del alba que se quiebra con sus temblores pascuales en la mañana de la Resurrección.