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TESTIMONIO DE UN DEFENSOR DE LA CATEDRAL DE SAN JUAN DE CUYO (ARGENTINA) AGREDIDA POR HORDAS ABORTISTAS

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Nos envía un amable lector este escrito realizado por uno de los defensores de la catedral argentina. El mismo apareció en otros sitios de la red. No se trata de una crónica sino de una explicación del porqué de esa defensa. Lo reproducimos para conocimiento de nuestros lectores-amigos. La noticia de este abominable hecho lo informamos oportunamente en este post (haz click):

 CONTINÚA LA CRISTIANOFOBIA EN ARGENTINA: HORDAS ABORTISTAS CONTRA LA CATEDRAL DE SAN JUAN

Hemos evitado reproducir imágenes donde las abortistas mostraban su poca
vergüenza e impudor. En la gráfica cubrimos lo que provocativamente
 enseñaba una de ellas al momento de agredir a quienes sólo rezaban el
Santo Rosario. ¿El gobierno argentino no hará detenciones ni 
consignará a las agresoras? ¿Cuál es el estado de derecho en ese país? 
¿Permitirá que esto se repita una y otra vez? 

Autoconvocadas y la Defensa de la Catedral

En el año 390 a. C. las hordas bárbaras venidas de la Galia atacaban la ciudad de Roma. Los pocos ciudadanos que, advertidos por "la voz divina", alcanzaron a salir de sus hogares, se dirigieron sin hesitaciones hacia el monte Capitolino, centro religioso y alma de la urbe.

Allí, parapetados entre ruinas, resistieron por siete meses el ímpetu terrible de sus enemigos con la convicción firme de estar protegiendo la dignidad del recinto sacro que habían heredado de sus padres.

Al cabo, los galos se retiraron, hartos de saco y tropelías. Sin embargo, al contemplar la ciudad devastada, encontró eco la postura de algunos de que debía trasladarse la pólisa a los verdes campos que circundaban la aldea de Veyes, mucho más aptos para una fácil reconstrucción, que permanecer a las orillas del Tíber y volver a erigir la Roma de sus ancestros.

Una de las "pintas" de las abortistas.
Según denuncia de Argentinos Alerta,
amenazaron con "quemar la catedral
cantando al ritmo de batucada".
Entonces, la voz del caudillo, Camilo, se irguió noble entre las de sus pares para instar a los romanos a permanecer en su sitio, a no abandonar la tierra de sus padres, la tierra que los dioses les habían encomendado. Clamó a los cielos con justa ira e imprecó a sus compatriotas: «¿Tan poca ascendencia tiene sobre nosotros esta tierra natal que llamamos patria? ¿El amor por nuestra patria lo es sólo hacia sus edificios?»

Tal es la expresión que retumba en nuestras cabezas al recordar los hechos del pasado domingo frente a la Catedral de San Juan. Ante el eterno y episcopal argumento de que estaba todo controlado, organizado y dispuesto para evitar que entraran al templo y pintaran sus paredes, nos surge por dentro la pregunta:

¿El amor por nuestra Iglesia lo es tan sólo hacia sus edificios? ¿La ofensa y el ataque feminista se reducían, únicamente, al daño material de tener que repintar las paredes de la Catedral? ¿Nuestra defensa se resume a un mero impedir que la horda entrara al templo? Si nuestra intención era ésta y sólo esta, en vano salimos a rezar frente a las puertas del templo, pues bien podría haber cumplido este papel la policía.

Ahora bien, le pregunto a usted, lector: ¿dónde ha quedado nuestro sentido del honor? ¿dónde ha quedado nuestro sentido de la dignidad de lo sacro?

Blasfemias, insultos, pintas con aerosol, escupitajos,
 provocaciones nudistas y con 
actos lésbicos, manoseos,
etc. De todo hubo contra los católicos
Si tanto pacifismo, predicado a diestra y siniestra, nos ha exacerbado la sensibilidad ante cualquier hecho de violencia, quitándonos la auténtica sensibilidad de percibir de manera profunda las ofensas que se hacen a Nuestro Señor Jesucristo y a su verdadera y única Iglesia, estamos en un verdadero problema.

Porque esa es la grande y única violencia que clama al cielo: la de la ofensa pública y sin tapujos que se hace contra el Crucificado, la de la ofensa pública que se emprende contra su Iglesia, la de la ofensa pública que se despliega contra su Santa Madre.

Íbamos, sí, a defender las paredes del templo que habían quedado indefensas y sin vallado. Íbamos, sí, a proteger estatuas y puertas, que son símbolo de lo sagrado. Pero sobretodo, íbamos a defender y guardar el honor y la dignidad del recinto sacro, agraviado y ofendido públicamente.

Y tal ofensa pública sólo puede contrarrestarse y combatirse con una defensa pública. He ahí el sentido de nuestro testimonio. He ahí el sentido del testimonio de cientos de mujeres que se jugaron adentro de los talleres, boca del lobo. Nuestro deber y obligación como católicos es el testimonio patente, rotundo, de que con lo sagrado no se juega.

Y por eso también – por la altura gigantesca de lo que representábamos – hubo de ser nuestra respuesta alta e inconmovible. Ante la danza macabra y lujuriosa del feminismo en su estado puro, nuestras cabezas en alto. Ante los gritos y cantos de injuria, el tronante avemaría enarbolado en los labios como una bandera. Ante los escupitajos y las burlas, los vivas a Cristo Rey lanzados al aire con la alegría y la firmeza de los hijos de Dios. Y jamás perdimos la altura moral. Ni siquiera cuando, en reacción justa, nos defendimos a puñetazos (N. de la R.: contra unos jóvenes abortistas que los agredieron físicamente). Entre nosotros retumbaba la vieja consigna del Ángel del Alcázar: «Tirad, pero tirad sin odio».

Dirán algunos que no es más que vanidad de vanidades. Dirán también que queremos robar cámaras, ganar los aplausos y jugar a los mártires. Dirán que no era necesaria nuestra presencia. Dirán que provocábamos. 

Pues que digan lo que quieran. Nosotros, varones y mujeres, en lo profundo sabremos que nuestro gesto tiene el valor espiritual e invisible de haber salvado el honor de Cristo.

Sean para Él los méritos y para nosotros las calumnias. No importa. No queremos felicitaciones ni aplausos. Nos basta con saber que en San Juan la Catolicidad estuvo de pie y con firmeza rezando el rosario. Nos basta con saber que en San Juan Cristo fue agredido públicamente y defendido públicamente.

Nos basta con saber que, evocando al caudillo romano, no fuimos sólo a defender paredes: antes bien, escudamos a fuerza de rezos el sentido de lo sagrado que se esconde tras ellas. Quizás muchos no lo entiendan. Como decía el poeta, «lo esencial es invisible a los ojos».

No importa. Nuestro puesto está allá, a las afueras del templo que sea y bajo las estrellas, dando el testimonio viril del cristiano hasta sus últimas gotas y esperando el amanecer que traerá bajo sus pies el Rey de reyes, único merecedor de nuestros esfuerzos.

¡Viva Cristo Rey!
R.A.




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