Virgen del infortunio, doliente Madre mía,
en busca de consuelo me postro ante tu altar.
Mi espíritu está triste, mi vida está sombría,
pasaron sobre mi alma las olas del pesar.
Virgen del infortunio, doliente Madre mía
Estoy en desamparo, no tengo quien me acoja;
hay horas en mi vida de bárbara aflicción,
y solo... siempre solo, no tengo quién recoja
las lágrimas secretas que llora el corazón.
Es cierto que, del mundo en la corriente impura,
cayeron deshojadas las rosas de mi fe,
que en pos de mis fantasmas de juvenil locura
corriendo delirante, Señora, te olvidé.
Que me cegó el orgullo satánico del hombre,
y en mi ánima turbada la duda penetró;
y se olvidó mi labio de pronunciar tu nombre,
y de mi mente loca tu imagen se borró.
Es cierto... ¡pero escucha...! De niño te evocaba,
al pie de tus altares mi madre me llevó...
Llorando, arrodillada la historia me contaba,
del Gólgota tremendo cuando Jesús murió.
Y vi sobre tu rostro la angustia y el quebranto,
daba sobre tu frente la sombra de una cruz,
tus lágrimas rodaban y negro era tu manto...
Todo, de un cirio pálido a la siniestra luz...
Entonces era niño, no comprendí tu duelo;
pero te amé, Señora, ¡tú sabes que te amé!
que dulce, inmaculado, alzábase hasta el cielo
el infantil acento de mi sencilla fe.
Por esa fe de niño, por el ardiente ruego
que al lado de mi madre con ella repetí
¡Virgen del Infortunio, cuando a tus plantas llego,
Virgen del Infortunio, apiádate de mi!
Tú miras, reina augusta, la senda que cruzamos:
con llanto la regaron generaciones cien,
a nuestra vez nosotros con llanto la regamos,
y las que vienen luego la regarán también.
A nuestro paso vamos dejando en sus abrojos
pedazos palpitantes del roto corazón;
y andamos... más andamos... y no hallan nuestros ojos
ni tregua a la jornada, ni tregua a la aflicción.
Mas tú eres la esperanza, la luz, nuestro consuelo:
tus ojos levantados suplican al Señor,
tus manos están juntas en dirección al cielo...
Tú ruegas por nosotros, ¡oh, Madre del Dolor...!
En busca de consuelo yo vengo a tus altares
con alma entristecida y amargo corazón;
y pongo ante tus ojos, Señora, mis pesares,
y en lágrimas se baña la voz de mi oración.
No mires que, olvidando tu imagen y tu nombre,
al viento de este mundo mis creencias arrojé.
Acuérdate del niño y olvídate del hombre...
mi frente está en el polvo... perdóname... pequé.
¡Oh! por mi fe de niño, por el ferviente ruego
que al lado de mi madre con ella repetí,
Virgen de los Dolores, cuando a tus plantas llego,
Virgen de los Dolores ¡apiádate de mí!
MANUEL MARÍA FLORES