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JUEVES SANTO (2.ª parte)

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La Última Cena. 
El lavatorio de los pies. 

 El día comenzaba entre los judíos a la seis de la tarde. Al aparecer las v primeras estrellas del viernes, primer día de los ázimos, Jesús se dirigió al cenáculo con sus apóstoles. Tomó lugar en medio de la mesa, Pedro y Juan a sus dos lados y los otros se colocaron en semicírculo en torno del Maestro. El contento había huido de los corazones en aquellas tristes circunstancias y todos tenían el presentimiento de que grandes cosas iban a ocurrir durante aquella cena; el amor de que Jesús les había dado tantas pruebas, desbordaba de su corazón y se mostraba más sensiblemente en su noble rostro: – «Con gran deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de morir, les dijo, porque, añadió tristemente, es la última vez que la celebraré en vuestra compañía, hasta que juntos la comamos en el reino de Dios. Tomando entonces la copa que se hacía circular al comenzar la cena, dió gracias y pasándola a sus apóstoles, les dijo: – «Ya no beberé más del fruto de la vid hasta qué llegue el reino de Dios». Los apóstoles no sabían bien de qué reino quería él hablar, pero comprendieron que asistían al festín de despedida y sus corazones se acongojaron más y más. Entonces comenzó el festín pascual en conmemoración de aquel gran día eb que Dios sacó a Israel de la servidumbre del Egipto. Los ritos y manjares recordaban todas las circunstancias de la última comida que hicieron los Hebreos el día de su libertad. Jesús sirvió primero a sus apóstoles lechugas silvestres y otras yerbas amargas, en recuerdo de las amarguras con que los egipcios habían acibarado la vida de sus padres; luego panes sin levadura, porque en el día de la Pascua los hebreos, huyendo de sus perseguidores, no tuvieron tiempo de dejar fermentar la masa; en fin, el cordero pascual cuya sangre detuvo al Ángel exterminador. Al observar los ritos de la Pascua de los hebreos, Jesús veía en ellos otras tantas figuras de la nueva Pascua, de la redención que él traía. La verdadera cautividad no era la del Egipto, sino la del infierno y para escapar a los golpes del ángel exterminador, era necesaria la sangre del verdadero Cordero Pascual figurado por los corderos inmolados en el templo. Este era el gran misterio que Jesús quería revelar a sus apóstoles antes de dejar el mundo. En el momento de celebrar la Pascua de la nueva alianza, quiso preparar los corazones de sus apóstoles llenos de ideas terrestres, para que gustasen de las cosas del cielo. Aprovechóse de una discusión de nuevo suscitada entre ellos durante la cena, para darles una lección memorable. Se trataba siempre de saber quién sería el primero y el más grande en el reino: – «Los reyes de las naciones, les dijo Jesús, mandan como dueños; pero entre vosotros no ha de ser así. El que es más grande, debe hacerse el más pequeño y el que gobierna, convertirse en servidor de todos. ¿Quién es más grande, el que sirve o el que está sentado a la mesa? ¿No es verdad que el que está sentado? Pues bien, yo, vuestro maestro, quiero ser aquí el que sirve». Y agregando la acción a las palabras, se levantó de la mesa, dejó su manto y ciñó su cintura con una toalla. Luego, habiendo puesto agua en un lebrillo, se hizo rodear de sus discípulos y como el ésclavo que lava cada noche los pies de sus amos, arrodillóse para lavarles los pies y enjugarlos con la toalla de que estaba ceñido. Todos le miraban mudos de emoción. Se aproximó primero al apóstol Pedro, el cual exclamó con gran viveza: – «¡Vos, Señor, lavarme a mí los pies, jamás! Jesús le contestó: – Pedro, lo que ahora no comprendes, lo comprenderás después. Más Pedro, insistió: — ¡Jamás, Señor, permitiré que me laves los pies! Replicóle Jesús y dijo: – Entonces no tendrás parte en mi amistad. Esta amenaza espantó al apóstol que le contestó con su fogosidad ordinaria: – «¡Lávame, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. Jesús le contestó: – No, el que sale del baño, sólo necesita lavarse los pies para estar perfectamente limpio». Exento de faltas graves, basta que te purifiques del polvo e las imperfecciones que siempre se pegan a los pies del hombre. Habiendo dicho estas palabras, agregó con un tono de profunda tristeza: – «Vosotros estáis limpios, aunque no todos» Alusión muy significativa al que iba a traicionarle. Pero Judas fingió no comprender, y permitió que Jesús le lavase los pies como a los otros. Terminado este oficio de esclavo, el Salvador volvió a tomar su manto, se sentó á la mesa y dijo a sus apóstoles:– «¿Habéis visto o que acabo de hacer? Me llamáis vuestro Maestro y Señor, y tenéis razón porque en realidad lo soy. Si yo, pues, siendo vuestro Maestro y Señor, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Os he dado el ejemplo, a fin de que hagáis lo mismo que acabo de hacer. El criado no es superior a su amo, ni el Apóstol mayor que el que le ha enviado. Seréis felices si practicareis las cosas que os he enseñado. No digo esto de todos los que estáis aquí, sino que me dirijo a aquellos que he escogido porque necesario es que se cumplan estas palabras de la Escritura: – «El que come mi pan, levantará su pie contra mí». Y yo os hago esta predicción para que después de su cumplimiento, creáis que vuestro Maestro es realmente el Cristo. En cuanto a vosotros que me habéis sido fieles en todas mis tribulaciones, haced lo que acabo de practicar y os introduciré en el reino que mi Padre me prepara, en donde comeréis y beberéis en ¡mi mesa y os sentaréis en tronos para juzgar las doce tribus de Israel». Esta escena tan tierna, no era sin embargo sino el preámbulo de otra más sublime y más conmovedora aún. El lavatorio de los pies, era sólo el símbolo de la purificación del corazón que Jesús obraría en sus apóstoles para hacerlos dignos del don sublime que quería regalarles antes de separarse de ellos.

  Institución de la Eucaristía.

  El cordero pascual figurado desde siglos atrás por el que acababan de comer, era el mismo Jesús. Su sangre iba a derramarse al día siguiente por la salvación del género humano. Pero eso no bastaba al Cordero de Dios: quería quedar siempre vivo en medio de los hombres, inmolarse siempre por sus pecados y ser siempre comido por ellos para sustentarles durante su peregrinación a la Tierra prometida. Había llegado la hora de realizar la promesa que había hecho un día, de darles a comer su carne y a beber su sangre. Al fin de la cena, después de haber instruido a sus Apóstoles sobre el prodigio de amor que su corazón iba a realizar, Jesús tomó en sus santas y venerables manos uno de los panes ázimos, lo bendijo, y lo partió y lo entregó a sus Apóstoles diciendo: – «Tomad y comed todos de él: porque esto es mi cuerpo, este mismo cuerpo que va a ser entregado por vosotros». Luego, acabada la cena, tomando su copa llena de vino, la bendijo y se las presentó diciendo: – «Tomad y bebed todos de él: porque este es el cáliz de mi sangre, del nuevo y eterno Testamento, Misterio de fe: que por vosotros y por muchos será derramada para la remisión de los pecados». Y Jesús añadió: – «Cuántas veces esto hiciéreis, hacedlo en memoria mía". A fin de que los apóstoles y sus sucesores, sacerdotes de la Nueva Alianza, perpetuasen su Sacrificio, no ya por una Pascua conmemorativa como los sacerdotes de la antigua ley, sino por la nueva inmolación del Cordero divino que vendría a ser el alimento de las almas y la prenda de la vida eterna. La Cena llegaba a su fin.

  Predicción de la traición de Judas.

  Los Apóstoles departían afectuosamente con su Maestro, pero pronto notaron en su fisonomía una turbación profunda. Jesús no podía pensar en Judas, en aquel corazón insensible, en el sacrilegio que acababa de cometer, en crimen más horrendo aún que meditaba, sin sentir su alma desgarrada por el dolor. Era uno de sus miembros, uno de sus apóstoles que se le separaba violentamente para ejecutar en su Maestro la obra de Satanás.

  Quiso una vez más traerle al arrepentimiento, poniendo a sus ojos la enormidad de su crimen y el castigo que le aguardaba. Dirigiéndose a los apóstoles, les dijo: – «En verdad, os lo aseguro, que uno de vosotros, uno de los que están sentados a esta mesa y comen conmigo, va a traicionarme y a entregarme a mis enemigos». Con esta declaración, los apóstoles entristecidos y consternados, se miraban unos a otros preguntándose si en realidad podría haber entre ellos un traidor bastante malvado para entregar a su Maestro. Y como la sospecha pesaba sobre cada uno de ellos, todos juntos clamaron: – «¿Soy yo, Señor? Jesús respondió con un tono grave y sereno: — «Os lo repito, es uno de los que aquí cenan conmigo. Y añadió estas palabras formidables: – El hijo del hombre se va, como de él está escrito; pero ¡desgraciado de aquel por quien el hijo del hombre será entregado! ¡Más le valdría no haber nacido!».

  Todos estaban aterrados; sólo Judas se mostraba en calma. Tuvo aún la audacia de preguntar como los otros: – «¿Soy yo, Señor?» Sus palabras se perdieron en el bullicio, pero Jesús le respondió de manera que él sólo pudiera oirle: –«Tú lo has dicho, eres tú». Esta respuesta que habría debido confundirle, no le arrancó ni un suspiro, ni una lágrima, ni un movimiento de sorpresa o de horror de manera que los apóstoles no encontraron en él mayor motivo de sospecha que en los otros. Queriendo a toda costa salir de una incertidumbre qué despedazaba su corazón, Pedro hizo un signo a Juan para que interrogase al Maestro. Juan se inclinó hacia el pecho de Jesús y le dijo: –«¿Quién es el traidor? Respondióle el Salvador y le dijo: – Aquél a quien voy a presentar un pedazo de pan mojado». Mojó un pedazo de pan en un plato y lo presentó a Judas, el cual recibió sin la menor emoción esta nueva muestra de amistad. Apenas hubo comido este bocado, cuando quedó convertido, no sólo en esclavo, sino en verdadero secuaz de Satanás. Entonces, viéndole perdido sin remedio, le dijo Jesús: –«Lo que estás resuelto a hacer, hazlo pronto». No comprendieron los apóstoles el sentido de estas palabras; creyeron que daba órdenes a Judas de comprar algún objeto para la fiesta o de distribuir limosnas a los pobres, y el maldito, dejando el cenáculo a toda prisa, se fué directamente a concertar con sus cómplices las últimas medidas para apoderarse de Jesús en esa misma noche. Unas cuantas horas más y el crimen quedaría consumado.

  El Testamento de Amor.

  Apenas había salido Judas del Cenáculo, Jesús viendo venir la muerte prorrumpió en un cántico de alegría: – «Llega por fin la hora del triunfo, dijo, la hora que glorificando al Hijo dará gloria al Padre». Luego bajando su mirada sobre sus discípulos entristecidos: – «Hijitos míos, añadió con ternura, sólo me quedan algunos momentos que pasar con vosotros. Por ahora no podéis seguirme a donde yo voy. Sed fieles a mi mandamiento: amados los unos a los otros, como yo mismo os he amado. En esta unión fraternal se os reconocerá por mis verdaderos discípulos.» No pudiendo persuadirse de que su Maestro iba a morir, los apóstoles se preguntaban qué significaría aquel discurso. «Señor, díjole Pedro, tú nos hablas de dejarnos; pero ¿a dónde vas? Y Jesús le respondió: — Me voy adonde tú no puedes seguirme ahora, pero a donde más tarde me seguirás. Pedro que comenzaba a comprender, replicó: — Mas ¿por qué no luego? yo estoy pronto a dar mi vida por ti. Y Jesús le contestó: — ¡Tú, pronto a dar la vida por mí! Yo te digo que esta noche, antes que el gallo cante, tú me habrás negado ya tres véces.» Protestó Pedro que afrontaría la prisión y todos los suplicios antes que renegar de su Maestro. Jesús aprovechó este incidente para instruir a sus discípulos sobre los peligros que iban a correr y para ponerles en guardia contra su propia debilidad. «¡Simón, Simón, le dijo, Satanás va a cribaros a todos como se sacude el trigo en el arnero! Pero yo he rogado a mi Padre por ti para que no desfallezca tu fe y tú, cuando estés plenamente convertido, confirma en ella tus hermanos. Todos vais a quedar escandalizados en esta noche por causa mía porque está escrito: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas. Mas después de mi resurrección volveré a encontraros en Galilea». No escuchando más que a su amor al Maestro, Pedro exclamó con viveza: «¡Aun cuando todos te abandonaran en presencia del peligro, yo nunca te abandonaré». Y yo te repito, replicó Jesús, que antes del canto del gallo, tres veces me habrás negado.» Y Pedro contestó: — «¡Jamás! ¡Jamás! aunque fuera necesario morir contigo, nunca te negaré». Los otros apóstoles protestaron, como Pedro, de su inquebrantable fidelidad. Hízoles notar Jesús que para permanecer fiel en tiempo de guerra, es preciso armarse de valor: –«Cuando, hace poco, os envié en medio del mundo sin dinero y sin calzado, ¿os faltó algo de lo necesario? Los apóstoles respondieron: – No, nada. Jesús prosiguió: — Pues bien, ahora es preciso que cada uno tome su bolsa y su saco y si alguien no tuviere espada, que venda hasta sus vestidos para procurarse una, porque va a cumplirse lo que la Escritura dijo de Mí: – «Fue puesto en el número de los malvados». Creyendo los apóstoles que Jesús les recomendaba armarse, no de valor contra la tentación, sino de espadas contra el enemigo, le dijeron: – «Señor, aquí hay dos espadas. Respondiendo Jesús, les dijo: – Basta con eso porque no es con la espada como venceréis». Pedro, no obstante, tomó una para defender a su Maestro por si se atrevieran a atacarle. En éste momento, la tristeza de los apóstoles llegaba hasta la desconfianza. Ignoraban lo que se tramaba contra Jesús y contra ellos; pero evidentemente estaban amenazados de una espantosa desgracia. Jesús anunciaba que uno de ellos le haría traición, que Pedro le negaría, que todos le abandonarían y que él mismo sería tratado como un criminal y condenado a muerte de cruz. Acababa de decirles que iba a dejarles para ir a donde nadie podía seguirle. Pero ¿cómo explicar estos enigmas? y en todo caso ¿qué suerte les estaría reservada una vez privados de su Maestro y abandonados sin defensa en medio de encarnizados enemigos? Al verlos Jesús sumergidos en aquella mortal angustia, silenciosos, desalentados, abatidos, sintióse conmovido hasta el fondo del alma y entonces, para consolarlos y fortalecerlos, brotaron de su corazón acentos qué sólo podía abrigar el corazón de un Dios. «Hijitos míos, Ies dice, no os inquietéis con el pensamiento, de mi partida. Creed en Dios y creed en Mí. Me voy a la casa de mi Padre y allí donde las mansiones son numerosas, voy a prepararos una. Entonces volveré a vosotros para conduciros adónde yo mismo voy. Ya sabéis a donde voy y cuál es el camino. Respondió ingenuamente Tomás y dijo: — No, Señor, nosotros no sabemos ni el lugar a donde vas, ni el camino que allá conduce. Y Jesús le respondió: — Tomás, voy a mi Padre y Yo soy el camino que a Él conduce. «Yo soy el camino» que es necesario seguir, «la verdad» que es necesaria creer, «la vida» que es necesaria poseer para llegar a mi Padre. «Si me conocierais, conoceríais a mi Padre. Pero vosotros le habéis visto ya. Felipe que también deseaba como Tomás ver antes de creer, exclamó: – Señor, muéstranos al Padre y nada más pediremos. Respondióle Jesús y dijo: –¿Cómo? hace tánto tiempo que estoy con vosotros y ¿todavía no me conocéis? Felipe, el que me ve a Mí, ve a mi Padre de quien soy una perfecta imagen. ¿Cómo, pues, podéis decir: Muéstranos al Padre? ¿Acaso no creéis que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? El es quien habla por mi boca, él, quien hace las obras que yo ejecuto. En vista, pues, de esas obras prodigiosas, creed que el Padre está en mí y yo en él». Mediante estas consideraciones tan propias para alentar su fe, los Apóstoles sintieron renacer la esperanza. Jesús agregó que su separación en nada les impediría extender el reino de Dios por toda la tierra como se los había prometido. El les comunicaría un poder tal, que realizarían prodigios más maravillosos aún que los milagros hechos por él mismo. Todo cuanto pidieran al Padre en su nombre se les concedería, a fin de glorificar por medio de ellos a su Padre muy amado.

  La tristeza invadía sus corazones al pensar que no gozarían más de su presencia y de sus íntimas comunicaciones, pero aun de esta pérdida Jesús encontró medios de indemnizarlos: – «Si me amáis de veras, les dijo, yo rogaré a mi Padre y él os enviará el Espíritu consolador que estará siempre con vosotros; ese Espíritu de verdad que el mundo no puede recibir, ni conocer, ni gustar y que se hará sentir en vosotros porque residirá en vuestro corazón. Y yo mismo no os dejaré huérfanos, sino que vendré a estar con vosotros. En poco tiempo más el mundo no me verá; pero vosotros me veréis interiormente, porque viviremos con la misma vida. Entonces comprenderéis que yo estoy en mi Padre y en vosotros, y vosotros en mí. Yo me manifiesto íntimamente al alma que me ama y mi Padre y yo establecemos en ella nuestra morada. ¿Por qué pues, preguntó Felipe no te manifiestas al mundo de la misma manera? Respondió Jesús: — Porque el mundo no me ama, ni hace caso de mis mandamientós». Para consolarlos, el Salvador agregó que el Espíritu Santo explicaría y completaría la enseñanza que ya habían recibido. Al apartarse de ellos, les dejaba la paz de Dios, esa paz que el mundo no puede dar. Su partida no debía causarles ni inquietud ni temor, porque él volvería como lo tenía prometido. Antes bien, por amor a él, debieran regocijarse al verle regresar a su Padre. «Si ós anuncio mi partida, es para que, cuando la veáis realizarse, no vacile vuestra fe. Pero no prolonguemos más esta conferencia, pues el príncipe de este mundo se acerca, no porque tenga algún poder sobre mí, sino porque es necesario probar al mundo que amo a mi Padre y que le obedezco siempre cualquiera que sea su voluntad. Levantaos y salgamos de aquí».

  Eran las diez de la noche. Rodeado de sus apóstoles, bajó Jesús por la pendiente del monte Sión y se encaminó a través del valle del Cedrón hacia el monte de los Olivos. Los apóstoles agrupados en torno de su Maestro, avanzaban lentamente comunicándose sus impresiones y confiando al Salvador los sentimientos que sus predicaciones y recomendaciones despertaban en sus almas. Entonces, en una nueva efusión de su amor, hablóles de la misión salvadora que iban a llenar, misión que sería infructuosa, si no permanecían íntimamente unidos a él: – «Yo soy la vid plantada por el celeste viñador y vosotros sois los sarmientos. Así como estos no producen fruto sino cuando están unidos a la cepa, así también vosotros seréis infecundos si no estuviereis como ingertados en mí. Sin mí, nada podéis producir; sin la savia que de mí brota, sois un sarmiento estéril que se seca y sólo sirve para el fuego. Al contrario, si estuviereis unidos a mí, alcanzaréis todo cuanto pidiereis, pues toca a la gloria de mi Padre el reconocéros como verdaderos discípulos de su Hijo, mediante los abundantes frutos que produjereis.»

  Si ellos aman a su Maestro, deben ser uno con él y esparcir en todos los corazones la vida que han bebido en su corazón. «Es necesario, les dijo, que os améis unos a otros como yo mismo os he amado. Yo os he amado con el mayor amor posible, que consiste en dar la vida por los que se ama. Os he amado hasta hacer de vosotros, no servidores, sino íntimos amigos; pues el sirviente ignora los secretos de su señor, en tanto que yo os he comunicado todo lo que he aprendido de mi Padre. Os he amado hasta elegiros, antes que vosotros os dierais a mi, por mis embajadores cerca de los pueblos, llevando la misión de producir en las almas abundantes y permanentes frutos de salvación. Yo os pido ahora que améis a vuestros hermanos como yo os he amado a vosotros y que afrontéis los peligros, aun el de la muerte, por salvarlo». «No podéis propagar el reino de Dios sin encontrar adversarios; pero si el mundo os aborrece, no olvidéis que primero me ha aborrecido a mí. Si fuerais del mundo, gozaríais de sus favores; mas os perseguirá con su odio, porque yo os he apartado del mundo para formaros a mi imagen. Os perseguirán como a mí me han perseguido y despreciarán vuestra palabra como a mi me han despreciad». «Consolaos con el pensamiento de que seréis tratados de esta manera por odio a mi nombre, porque no han querido conocér a Aquel que me ha enviado. Y su pecado no tiene excusa, porque yo he obrado en medio de ellos prodigios que ningún otro ha ejecutado: los han presenciado y con todo me han aborrecido, tanto a mí como a mi Padre, pues, aborrecerme a mí es lo mismo que aborrecer a mi Padre. De este modo han realizado la palabra de la Escritura: Me han aborrecido gratuitamente, sin motivo, por pura malicia. Pero su odio no impedirá a los pueblos glorificar mi nombre. Cuando venga el Espíritu Santo que yo os he de enviar, el Espíritu que procede del Padre, él dará testimonio de mí y vosotros los que me habéis seguido desde el principio, seréis también testigos míos en medio del mundo.

  «Si os hablo claramente, es para poneros en guardia contra la tentación. Cuando os arrojen de las sinagogas y os quiten la vida, creyendo ofrecer con esto un sacrificio agradable a Dios, os acordaréis que yo os he predicho estas persecuciones. Mientras mi presencia bastaba para alentaros, sólo os dejaba entrever las pruebas que os aguardán; pero en este momento en que vamos a separarnos, necesario es que os abra mi corazón. En lugar de entristeceros por mi partida, deberíais más bien regocijaros, pues es ventajoso para, vuestra misión el que yo me vaya. El Espíritu Santo no vendrá a vosotros antes que yo haya vuelto a mi Padre.

  Entonces vendrá él a promulgar solemnemente, el crimen que el mundo ha cometido por su infidelidad, la santidad del Justo que se han atrevido a condenar y el juicio que quita su poderío al príncipe de este mundo. Mucho más tendría aún que deciros; pero el Espíritu Santo que vais a recibir os enseñará oportunamente toda verdad y os revelará los secretos del porvenir».

  Jesús agregó para consolarlos: – « Poco tiempo más y ya no me veréis; pero poco tiempo después, volveréis a verme.» Siempre con la ilusión sobre la próxima muerte y resurrección de su Maestro, los apóstoles le interrogaban con sus miradas sobre el sentido de estas palabras misteriosas.

  «En verdad os digo, continuó diciendo, un poco más de tiempo y ya no me veréis; gemiréis y lloraréis entonces, mientras que el mundo se alegrará; pero poco después volveréis a verme y vuestra tristeza se convertirá en gozo. Laméntase una mujer en la hora de su alumbramiento porque ha llegado para ella el momento de los dolores; pero una vez libre de ellos, ni se acuerda de sus pasados sufrimientos embargada como está con el gozo de haber dado un niño al mundo. Así también vosotros, por ahora os encontráis angustiados; pero pronto se regocijará vuestro corazón y nadie podrá arrebataros vuestro contento. Iluminados por el Espíritu Santo, no tendréis ya necesidad de interrogarme; unidos íntimamente a mí, todo lo que pidiereis en mi nombre lo obtendréis de mi Padre y sentiréis la satisfacción colmada de vuestros deseos. Yo os he enseñado en parábolas los misterios del reino de Dios, pero llega la hora en que hablaré de mi Padre abiertamente y sin figuras. Veréis entonces que podéis pedirle cuanto queráis, porque El os amá y os ama porque vosotros me habéis amado y creído que he salido de Dios. Sí, creedlo firmemente, que yo he salido del Padre y venido a este mundo; ahora me retiro del mundo y vuelvo a mi Padre».

  Los apóstoles creyeron comprender lo que hasta entonces sólo habían penetrado muy imperfectamente: – «Hablas ya sin parábolas, le dijeron, y vemos que todo lo sabes, pues respondes a nuestras preguntas aun antes de hacértelas. Creemos firmemente que tú has salido de Dios. Jesús que veía el fondo de sus almas, exclamó: – Ahorá creéis, pero hé aquí que llega la hora en que os dispersaréis y me dejaréis solo, solo con mi Padre.» Detúvose un instante; luego, con Voz conmovida pero siempre firme, continuó: «Todo lo que acabo de deciros, lo he dicho para que encontréis en mí el reposo de vuestras almas. El mundo os pondrá bajo el lagar, pero estad tranquilos: yo he vencido al mundo.»

  En este momento, la obra de la redención apareció toda entera a las miradas de Jesús. Vió a sus enviados coriéndo en busca de las almas hasta el fin de lós siglos; vió a esas almas sumergidas en las tinieblas, abrirse por millones a la luz del Evangelio y glorificar a Aquel que reina en los cielos. Radiantes de amor, sus ojos se levantaron entonces hacia su Padre y abiertos los brazos, dirigióle esta sublime oración: –«Padre mío, llégala hora tan largo tiempo esperada; glorifica a tu Hijo, para que él te glorifique a ti. Me has hecho cabeza del genero humano a fin de comunicar la vida eterna a los que me diste, esa vida eterna que consiste en conocerte a ti, único Dios verdadero y a Jesucristo a quien enviaste. Yo te he glorificado en la tierra; he terminado la obra que me confiaste; a ti toca ahora, Padre mío, glorificarme en tu seno con aquella gloria de que en tí he gozado desde la eternidad». «He manifestado tu nombre a los que me diste. Ellos han escuchado tus palabras que yo les he transmitido; saben que yo he salido de tí y creen que tú me has enviado. Por ellos ruego Yo. No ruego por el mundo que no te conoce; sino por éstos que me diste, porque tuyos son; y también son míos. Van a quedar en este mundo que dejo para ir a ti. Padre, guárdalos en tu amor, a fin de que sean uno como nosotros somos uno. Estando en medio de ellos, los he guardado a todos; ninguno de los que me diste ha perecido, salvo el hijo de perdición predicho por la Escritura. Ahora voy a ti y ruego por ellos antes de dejarlos, a fin de que encuentren en sí mismos la plenitud de mi gozo».

  «Les he predicado tu palabra y el mundo los ha aborrecido porque, marchando tras las huellas de su Maestro, no son ya de este mundo. No te pido que los saques del mundo» que ellos deben llenar con la gloria de tu nombre, «sino que los preserves del mal, que los santifiques en la verdad y que los consagres a tu gloria como lo estoy yo».

  «Ruégote por ellos y también por todos los que, mediante su palabra, creerán en mí. Que sean uno como nosotros somos uno, viviendo yo en ellos y tú en mí; que sean consumados en la unidad y así conozca el mundo que tú me has enviado y que amas a los míos como me amas a mí mismo. ¡Oh Padre mío! quiero que estos amados míos lleguen cerca de mí y que sean testigos de mi gloria, de esa gloria que yo recibí de tu amor desde antes de la creación del mundo. Padre, invoco aquí tu justicia: el mundo no te ha conocido, pero estos han creído que tu me has enviado y han aprendido de mí á conocerte. Yo llenaré su espíritu con el conocimiento de tu nombre, a fin de que los ames como me amas a mí mismo».

  Jesús cesó de hablar. Enteramente abstraído con aquella celestial conferencia, el colegio apostólico había atravesado el torrente Cedrón y se encontraba al pie del monte donde Jesús acostumbraba pasar la, noche. Tenían delante un jardín plantado de olivos al cual entró el Salvador seguido de sus apóstoles. Al ver la calma y la serenidad de su Maestro, ninguno sospechaba que en esa misma hora iba a comenzar el drama más horroroso que el mundo haya jamás visto: La Pasión del Hijo de Dios.

  EL JARDÍN DE GETSEMANÍ. — LA GRUTA DE LA AGONÍA. — LOS TRES FIAT — EL SUDOR DE SANGRE. — EL ÁNGEL CONSOLADOR. —  

El recinto en que Jesús acababa de penetrar se llama Getsemaní, nombre que significa "Lagar del aceite", porque era el lugar en donde se aprensaban las aceitunas que se cosechaban con abundancia en aquel Monte de los Olivos. Allí era donde Dios esperaba al nuevo Adán para exprimirle en el lagar de la eterna justicia. Al verle entrar en el jardín de Getsemaní, el Padre no miró en su Hijo más que al representante de la humanidad decaída, degradada por todos los vicios y manchada con todos los crímenes. Jesús, el leproso voluntario, consintió en ser sólo el "hombre de dolores". Dejó eclipsarse su divinidad y que la humanidad con sus flaquezas, debilidades y desolaciones, entrase sola, en lucha con el sufrimiento. Para no someter sus apóstoles a tan dura prueba, ordenóles que le aguardaran a la entrada del huerto: – «Sentaos aquí, les dijo, mientras yo me retiro para orar». Tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, los mismos que habían sido testigos de su gloriosa transfiguración en el Monte Tabor. Sólo ellos, fortificados por aquel gran recuerdo, eran capaces de asistir al espectáculo de su agonía sin olvidar que era el Hijo de Dios.  

Apenas estuvo solo, cuando cayó en el más completo abatimiento. Habiendo suspendido su influencia la divinidad, la humanidad del Cristo se encontró en presencia de la visión pavorosa del martirio que debía sufrir. Un profundo tedio, junto con espantoso temor y amarga tristeza, se apoderó de su espíritu, hasta el punto de hacerle lanzar este gemido de suprema angustia: – «¡Mi alma está triste hasta la muerte!».  

Sin un milagro de lo alto, la humanidad del Cristo hubiera sucumbido bajo el peso del dolor. Los tres discípulos, conmovidos y aterrados, le miraban con ternura sin atreverse a pronunciar palabra. –«Quedaos aquí y Velad, díjoles con trémula voz, mientras yo voy a ponerme en oración».  

Alejóse con dificultad a la distancia como de un tiro de piedra hasta la gruta que desde entonces se llamó la gruta de la Agonía, pero siguiéndole siempre la terrible visión a aquella sombría caverna. Apenas hubo llegado allí, vió pasar delante de sus ojos toda clase de instrumentos de suplicio, cuerdas, azoteas, clavos, espinas, cruz; verdugos profiriendo burlas y blasfemias; un populacho delirante hartándole de injurias sin número. Por un momento, retrocedió horrorizado; pero cayendo de rodillas, con la frente pegada al polvo, exclamó: –«Padre mío, si es posible, que se aparte de mí este cáliz; sin embargo, cúmplase tu voluntad y no la mía».  

Dios quería que bebiera hasta la hez el cáliz de amargura. Tembloroso, cubierto de sudor, levantóse y se arrastró penosamente hacia los tres apóstoles para buscar en ellos algún consuelo, pero la tristeza los había acongojado y adormecido.  

Sumergidos en una especie de letargo, apenas reconocieron a su Maestro. Quejóse Jesús de este abandono y dirigiéndose especialmente a Pedro que acababa de hacer tan magníficas promesas: –«¿Duermes Simón? le dijo. ¡Cómo! ¿no has podido vélar ni siquiera una hora conmigo? ¡Ah! velad y orad para que no sucumbáis en el momento de la prueba. El espíritu está pronto para prometer, pero la carne es flaca».  

Habiendo alentado así a los apóstoles, volvió por segunda vez a la gruta. La visión reapareció más espantosa aún. El, el Santo de los santos, se vió cargado con una montaña de pecados: todas las abominaciones y todos los crímenes, desde la prevaricación de Adán hasta la última maldad cometida por el último de los hombres, se presentaron a sus ojos y se le adhirieron como si de ellos hubiera sido culpable. Y una voz le decía: – "Mira todas estas iniquidades a ti cumple expiarlas por sufrimientos proporcionados a su número y malicia". Prosternado en el polvo, desgarrado el corazón, casi muerto de dolor al aspecto del pecado, tuvo todavía fuerza bastante para repetir con sublime resignación: –«¡Padre mío, si es necesario que yo beba este cáliz, que se cumpla tu santa voluntad!» Fuése de nuevo hacia sus apóstoles en busca del aliento que necesitaba su desolado espíritu; pero estos se hallaban a tal punto abatidos y agobiados por la tristeza, que no acertaron a decirle una palabra.  

Por tercera vez, entró en la gruta para sufrir allí una agonía mortal. Cubierto con todos los pecados de los hombres, sufriendo tormentos inauditos en su cuerpo y en su alma, vió millones y millones de pecadores rescatados al precio de su sangre, que le perseguirían con sus desprecios y odio encarnizado por toda la duración de los siglos. Viólos haciendo guerra a su Iglesia, pisoteando la Hostia Santa, despedezando su cruz, blasfemando contra su divinidad, degollando a sus hijos y trabajando con todas sus fuerzas en precipitar al infierno a aquellos mismos por quienes él iba a inmolar su vida. En presencia de tan horrenda ingratitud, cayó como anonadado. Su cuerpo estaba empapado en sudor, en sudor de sangre; copiosas gotas de sangre brotaban de todos los poros y corrían por sus mejillas y por todo el cuerpo hasta regar la tierra. Con todo, no cesaba de orar, repitiendo a su Padre con voz moribunda, que estaba resuelto a apurar hasta el fondo el cáliz del dolor.  

A aquella dolorosa agonía iba sin duda a seguir la muerte, cuando he aquí que un Ángel bajó del cielo para consolarle y fortificarle. Al instante mismo recobró su calma y tranquilidad y acercándose a sus Apóstoles, díjoles con su ordinaria indulgencia: –«Ahora, dormid y reposad tranquilos, no tenéis ya necesidad de velar conmigo». Pero, apenas habian cerrado los ojos, cuando exclamó: –«Levantaos y marchemos, ha llegado la hora en que el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores. El que me ha de entregar está cerca de aquí». Y a la luz de las antorchas que iluminaban el valle, vieron un grupo de gente armada que se dirigía al jardín de Getsemaní, era Judas a la cabeza de los soldados que debían apoderarse de Jesús.  
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* Fuente: "JESUCRISTO; su Vida, su Pasión, su Triunfo": Cap. VIII y IX, La Última Cena, Cap. I, La Agonía y el arresto, del Rvdo. P. Berthe, SS. RR.

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