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VIERNES SANTO. LA TRIPLE NEGACIÓN DE PEDRO

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HUIDA DE LOS APÓSTOLES. — PEDRO Y JUAN EN EL PALACIO DE LOS PONTÍFICES — LA TRIPLE NEGACIÓN DE PEDRO — EL CANTO DEL GALLO. — MIRADA DE JESÚS A PEDRO — LLANTO DE PEDRO. — LA «GRUTA DEL ARREPENTIMIENTO». — (Mdtth. XXVI, 69-75 — Maro. XIV, 66-72 — Luc. XXII, 55-62 — Joan. XVIII, 15-27.)   

 Mientras que los soldados arrastraban al Salvador al palacio de los pontífices ¿Qué sucedía a sus amados Apóstoles? Como Cristo lo había predicho, todos quedaron escandalizados al ver que se que se dejaba aprehender por sus enemigos. Después de haber protestado que jamás abandonarían a su Maestro, ninguno tuvo el valor de acompañarle a Jerusalén. Desde el jardín de Getsemaní de donde habían huido a favor de la oscuridad, se internaron en el sombrío valle de la Gehenna pasando la noche en las cavernas formadas en los flancos de las rocas(1).  

  Sin embargo, pasado el primer momento de terror, dos de ellos, se decidieron seguir de lejos la cuadrilla que llevaba a Jesús. Eran Pedro y Juan. Querían saber qué suerte correría su Maestro, pero sin exponerse a ser cogidos y tratados como él. Cuando llegaron al monte Sión, ya Jesús iba a comparecer delante de los jueces. Juan, menos comprometido que Pedro y menos conocido en el palacio de los pontífices, se introdujo el primero, mientras su compañero se quedaba prudentemente a la puerta. Dió una mirada a los grupos que ocupaban el interior y no viendo ningún indicio peligroso para ellos, volvió a juntarse con Pedro y le hizo entrar al patio. En aquel Tasto recinto cuadrangular formado por los diversos cuerpos de edificios del palacio, velaba un gran número de soldados y de sirvientes. Como la noche era fría, formaban círculo al rededor de un brasero encendido en medio del patio y conversaban sobre su expedición nocturna. Juan se dirigió a la sala en donde se encontraban reunidos los miembros del Sanhedrín y Pedro esperó cerca del fuego el resultado del juicio. El apóstol no veía en torno suyo más que enemigos de su Maestro. Mientras se calentaba, oía las burlas de aquellos hombres groseros contra el profeta de Nazaret; escuchaba los siniestros rumores que ya circulaban sobre la probable sentencia que pronunciarían los jueces. Su alma estaba desolada y en su rostro, a pesar suyo, se pintaba la inquietud y la tristeza. La portera del palacio que le había introducido, viéndole sombrío y silencioso, dijo a los que le rodeaban: –«Estoy segura de que éste es uno de los compañeros del hombre que acaban de prender». Y como todas las miradas se dirigían a Pedro, díjole ella en su propia cara: –«Ciertamente, tú estabas con el galileo». Al oir esta inesperada interpelación, Pedro se creyó perdido; imaginóse ya cogido, atado, llevado al tribunal como su Maestro. –«Mujer, exclamó aterrorizado, no sabes lo que dices; yo no conozco al hombre de quien hablas». Esta negativa formal cerró la boca á la portera; mas viendo Pedro que su persona despertaba sospechas, dejó aquel, sitio y se dirigió precipitadamente á la puerta del palacio. Eran cerca de las dos de la mañana. Pedro Iba a salir, cuando otra criada dijo a las personas reunidas en el vestíbulo: –«Éste estaba también con Jesús de Nazaret». Pedro negó de nuevo; no obstante, para no manifestar que huía, volvió sobre sus pasos y acercóse a los soldados y sirvientes. Pronto se vió rodeado de curiosos que le apostrofaron por todos lados con grande animación: –«¡Tú estabas con esa gente, le gritaban; confiesa que eres uno de sus discípulos!». Esta vez el Apóstol espantado, no se contentó con negar, sino que protestó con todas sus fuerzas que ni conocía Jesús, ni era del número de sus discípulos. Dejáronle tranquilo durante una hora: toda la atención estaba fija en el juicio del prisionero. De cuando en cuando, algunos emisarios salían del tribunal y referían las terribles escenas que acababan de presenciar. Pedro escuchaba atentamente, hacía preguntas para informarse, cuando uno que estaba a su lado notando su acento particular, volvió a la carga y díjole resueltamente: –«Por más que lo niegues, tú eres galileo y discípulo de ese hombre; tu lenguaje te descubre». Los galileos, en efecto, hablaban una lengua bastante grosera, que viciaban además con una pronunciación muy defectuosa. A esta observación, todas las miradas volvieron a fijarse en el apóstol y uno de los criados del gran sacerdote, pariente de aquel Malco a quien Pedro había cortado la oreja, le dijo a su vez: –«Sí, es la verdad, yo te he visto en el huerto con él». A estas palabras, recordando Pedro aquel malhadado golpe de espada, vióse ya en manos de los verdugos; el miedo perturbó su espíritu hasta hacerle proferir juramentos con toda clase de execraciones y anatemas, jurando que no conocía al hombre de quien le hablaban y que por ningún título le pertenecía. Eran las tres. Apenas había acabado de hablar, cuando se dejó oir el canto del gallo. En el acto, se acordó el apóstol de las palabras del Maestro: –«Antes que el gallo cante, tú me habrás negado ya tres veces». Trastornado hasta el fondo del alma, comprendió toda la gravedad de su falta. Él, el pobre pescador del lago de Genezareth, elevado a la augusta dignidad de apóstol y amigo de Jesús; él, la piedra fundamental sobre la cual el Maestro iría a edificar su Iglesia; él, el testigo y objeto de tantos milagros, que poco ha proclamaba abiertamente la divinidad del Cristo, acababa de negarle cobardemente, de jurar que no le conocía y esto después de haberle prometido pocas horas antes que estaba dispuesto a ir con él a la prisión y a la muerte antes que abandonarle. Y su amado Maestro conocía sin duda su horrenda deslealtad, porque nada se escapaba a su divina ciencia.     

  Este pensamiento acabó de anonadarle. Concentrado en sí mismo, no vió ni oyó ya nada de lo que sucedía en torno suyo. Desde lo íntimo de su corazón desgarrado por terribles remordimientos, se exhalaba un gemido de angustia: «¡Señor, ten piedad de mí, pobre pecador!» Como en otra ocasión, sobre las encrespadas olas del mar de Tiberíades, Pedro se sentía sumergido en el abismo y pedía socorro.    

     De repente, horribles gritos que salían de la sala donde juzgaban a su Maestro, le sacaron de su tenenebroso abismo. Oíanse clamores tumultuosos: –«¡La muerte! ¡La muerte! ¡Merece la muerte!» Todas las miradas se volvieron hacia la puerta del tribunal. Pronto se abrió con estrépito y dejóse ver un grupo de soldados que bajaban al patio. Jesús, siempre encadenado, apareció en medio de ellos con los ojos velados por la tristeza, pero con el semblante tan tranquilo como en el momento en que se había entregado a sus enemigos.    

    Terminado ya el juicio, se le conducía a la prisión en donde debía pasar el resto de la noche. Ante este espectáculo, Pedro se sintió vacilante. Sus ojos no se apartaban del Maestro y seguían con atención todos sus movimientos. De improviso, el siniestro cortejo se dirigió hacia donde él estaba; Jesús se acercaba e iba a pasar a su lado. Pedro tenía los ojos arrasados en lágrimas y su alma dolorida pedía gracia. Jesús tuvo piedad de él: en lugar de apartar su rostro, detuvo su mirada sobre el apóstol infiel; pero con tanta bondad, tanto amor y tan dulces reproches, que Pedro sintió su corazón despedazado dentro del pecho.    

    Estalló en sollozos y salió precipitadamente para dar libre curso a sus lágrimas. No a mucha distancia del palacio de Caifás, en el sombrío valle de la Gehenna, se encuentra una caverna solitaria(2). Allí fué donde Pedro se retiró para llorar su pecado y meditar en aquellas palabras de Jesús que su presunción le había impedido comprender, pero que la divina sabiduría le mostraba ahora a costa de dolorosa experiencia: –«Velad y orad para que no caigáis en la tentación: el espíritu está pronto, pero la carne es flaca». 
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 (1) Una de estas grutas o cavernas se llama todavía el "Refugio de los Apóstoles", porque, según la tradición, ocho apóstoles se refugiaron en aquel lugar después del arresto del Salvador. (2) Descendiendo del Monte Sión, los peregrinos visitan aun hoy la Gruta del arrepentimiento de San Pedro. Según tradición, en esta gruta fué donde el apóstol, habiendo salido del palacio de Caifás, lloró amargadamente (Luc. XXII, 62.) Hasta el siglo XII, estaba encerrada en una iglesia que tenía el nombre de "San Petrus in Gallicante" (San Pedro del canto del gallo). Esta iglesia no existe ya**. 
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* Fuente: "JESUCRISTO: su Vida, su Pasión, su Triunfo, Cap. III, La negación de Pedro, por el Rvdo. P. Berthe, SS. RR.
** Dicha iglesia destruida por los turcos y sarracenos, fue reedificada y al día de hoy los peregrinos la visitan.

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