¡Pobres incrédulos! ¡Qué pena me dan! No todos son igualmente culpables. Distingo muy bien dos clases de incrédulos completamente distintos. Hay almas atormentadas que les parece que han perdido la fe. No la sienten, no la saborean como antes. Les parece que la han perdido totalmente. Esta misma tarde he recibido una carta anónima: no la firma nadie. A través de sus palabras se transparenta, sin embargo, una persona de cultura más que mediana. Escribe admirablemente bien. Y después de decirme que está oyendo mis conferencias por Radio Nacional de España, me cuenta su caso. Me dice que ha perdido casi por completo la fe, aunque la desea con toda su alma, pues con ella se sentía feliz, y ahora siente en su espíritu un vacío espantoso. Y me ruega que si conozco algún medio práctico y eficaz para volver a la fe perdida que se lo diga a gritos, que le muestre esa meta de paz y de felicidad ansiada.
¡Pobre amigo mío! Voy a abrir un paréntesis en mi conferencia para enviarte unas palabras de consuelo. Te diré con Cristo: “No andas lejos del Reino de Dios”. Desde el momento en que buscas la fe, es que ya la tienes. Lo dice hermosamente San Agustín: “No buscarías a Dios si no lo tuvieras ya”. Desde el momento en que deseas con toda tu alma la fe, es que ya la tienes. Dios, en sus designios inescrutables, ha querido someterte a una prueba. Te ha retirado el sentimiento de la fe, para ver cómo reaccionas en la oscuridad. Si a pesar de todas las tinieblas te mantienes fiel, llegará un día –no sé si tarde o temprano, son juicios de Dios– en que te devolverá el sentimiento de la fe con una fuerza e intensidad incomparablemente superior a la de antes. ¿Qué tienes que hacer mientras tanto? Humillarte delante de Dios. Humíllate un poquito, que es la condición indispensable para recibir los dones de Dios. El gozo, el disfrute, el saboreo de la fe, suele ser el premio de la humildad. Dios no resiste jamás a las lágrimas humildes. Si te pones de rodillas ante Él y le dices: “Señor: Yo tengo fe, pero quisiera tener más. Ayuda Tú mi poca fe”. Si caes de rodillas y le pides a Dios que te dé el sentimiento íntimo de la fe, te la dará infaliblemente, no lo dudes; y mientras tanto, pobre hermano mío, vive tranquilo, porque no solamente no andas lejos del Reino de Dios, sino que, en realidad, estás ya dentro de él.
¡Ah! Pero tu caso es completamente distinto del de los verdaderos incrédulos. Tú no eres incrédulo, aunque de momento te falte el sentimiento dulce y sabroso de la fe. Los verdaderos incrédulos son los que, sin fundamento ninguno, sin argumento alguno que les impida creer, lanza una insensata carcajada y desprecian olímpicamente las verdades de la fe. No tienen ningún argumento en contra, no lo pueden tener, señores. La fe católica resiste toda clase de argumentos que se le quieran oponer. No hay ni puede haber un argumento válido contra ella. Supera infinitamente a la razón, pero jamás la contradice. No puede haber conflicto entre la razón y la fe, porque ambas proceden del mismo y único manantial de la verdad, que es la primera Verdad por esencia, que es Dios mismo, en el que no cabe contradicción. Es imposible encontrar un argumento válido contra la fe católica. Es imposible que haya incrédulos de cabeza –como os decía el otro día–, pero los hay abundantísimos de corazón. El que lleva una conducta inmoral, el que ha adquirido una fortuna por medios injustos, el que tiene cuatro o cinco amiguitas, el que está hundido hasta el cuello en el cieno y en el fango, ¡cómo va a aceptar tranquilamente la fe católica que le habla de un infierno eterno! Le resulta más cómodo prescindir de la fe o lanzar contra ella la carcajada de la incredulidad.
¡Insensato! ¡Como si esa carcajada pudiera alterar en nada la tremenda realidad de las cosas! ¡Ríete ahora! Carcajaditas de enano en una noche de barrio chino. ¡Ríete ahora! ¡Ya llegará la hora de Dios! Ya cambiarán las cosas... El mismo Cristo advierte en el Evangelio, con toda claridad: “¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!” (Lc 6, 25)...
“EL MISTERIO DEL MAS ALLA” Antonio Royo Marín. O.P.