Seis meses hacía que el santo precursor preparaba a los hijos de Israel para el advenimiento del Mesías.
Con todo, este misterioso personaje, cuya majestad divina describía Juan con tanta elocuencia, no le era conocido sino por las comunicaciones del Espíritu Santo; sus ojos no le habían visto jamás. Viviendo en el desierto desde su infancia, ignoraba los maravillosos acontecimientos de Belén y Nazaret. Por lo cual, ansiaba ver llegar el momento feliz en que le fuera dado contemplar el rostro del Salvador, oir su voz y besar sus sagrados pies. Sus deseos iban a cumplirse, porque obedeciendo a la orden de su Padre, Jesús se disponía ya a dejar la soledad de Nazaret para manifestarse al mundo.
Pocos días después de la embajada del Sanhedrín, Juan preparaba numerosos penitentes para recibir el bautismo, cuando de improviso fijó su mirada en un desconocido cuyo aspecto le hizo involuntariamente estremecerse. Así como se había conmovido en el seno de su madre por la presencia del Salvador, del propio modo, una impresión enteramente divina le hizo comprender que se encontraba de nuevo a la vista del mismo Jesús. Un movimiento instintivo lo impulsó hacia él; pero cuando ya iba a arrojarse a sus pies, Jesús se lo impidió y en la actitud de un pecador profundamente humillado, pidióle el bautismo:
–«¡Señor, exclamó Juan con voz trémula de emoción, soy yo quien debe pediros el bautismo, y Vos queréis recibirle de mis manos!»
–«Déjame hacer, respondió el Salvador; conviene que así cumplamos toda justicia».
La justicia exigía que Jesús, habiendo tomado sobre sí las iniquidades del mundo entero, fuese tratado como un pecador, como uno de tantos israelitas y proselitos que bajaban al río golpeándose, el pecho para alcanzar la remisión de sus pecados. Juan lo comprendió y no resistió más a la voluntad del Maestro.
Vióse entonces al profeta sumergir en las aguas del río a Aquel que venía a borrar los pecados del mundo; pero el ojo humano no alcanzó a descubrir el misterio que en aquel momento solemne se cumplía. Al contacto de Jesús, el agua adquirió la virtud de regenerar las almas, de purificarlas de toda mancha y de conferirles una nueva vida, la vida de los hijos de Dios. El bautismo de fuego figurado por el bautismo de Juan, quedaba ya instituido.
Al salir del agua, Jesús oraba a su Padre, cuando de repente los cielos, cerrados desde la privatización de Adán, el primer hombre, se abrieron delante del nuevo Adán; una gran claridad iluminó la nube, el Espíritu Santo descendió bajo la forma de una paloma y reposó sobre el recién bautizado. Al mismo tiempo, una voz de lo alto, la voz del Padre celestial, hizo oir estas memorables palabras:
«¡Este es mi Hijo muy amado en quien tengo puestas todas mis complacencias».
El pueblo percibió solaménte un ruido semejante al estampido sordo del truenor pero no penetró el sentido de las grandes cosas que se realizaban ante sus ojos; mas el santo precursor comprendió que, figurando en esta escena las tres personas de la augusta Trinidad, ellas mismas acababan de dar al Mesías la investitura de sus sublimes funciones. Ahora podía ya dar un nuevo testimonio de Jesús y decir a sus discípulos;
–«He visto al Cristo, al ungido del Señor; y este Cristo, es el Hijo muy amado del Padre que está en los cielos».
En la misma tarde de aquel memorable día, á impulsos del Espíritu divino, Jesús dejó el Jordán para retirarse al desierto y prepararse allí, por la oración y la penitencia, a su misión salvadora. (Santo Evangelio según San Mateo; cap. III, vers. 13-17).
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(*) Fuente: "JESUCRISTO, su Vida, su Pasión, su Triunfo", del Rvdo. P. Berthe SS. R.