A la luz de esa siniestra profecía de Simeón, vio la dolorida Madre el cuadro sombrío de la pasión de su Hijo. Ella inclinó suavemente la cabeza, como una caña se dobla al soplo de la tempestad, y sintió que una espada de doble filo se introducía en sus entrañas de madre. Desde ese momento, toda felicidad concluyó para ella, y aceptando sin quejarse la disposición divina, acercó sus labios al cáliz que bebería durante su vida entera.
Cuando estrechaba a su Hijo entre sus brazos; las palabras de Simeón venían a derramar gotas de hiel... No le fue concedido a María lo que es dado a todas las madres: gozar en paz del amor de sus hijos e indemnizarse de los rigores de la suerte con una sonrisa de sus labios entreabiertos por la inocencia. Ella veía a todas horas escrita en la frente de Jesús la sentencia de muerte que los hombres habían de fulminar contra Él en recompensa de sus beneficios. Esa idea lúgubre la sorprendía en el sueño, la molestaba en las vigilias, la perseguía durante de el trabajo y la perturbaba durante las escasas horas del descanso. ¡Ah! la túnica de Jesús, tejida por sus propias manos, antes de ser teñida con la sangre de su Hijo, fue empapada en las lágrimas de la Madre.