La pobreza que elogia el evangelio no es tanto la efectiva carencia de bienes cuanto la inexistencia de apego a las riquezas. Yo puedo vivir miserablemente, falto de casi todas las cosas, y estar fuertemente adherido a lo poco que tengo, deseando cada vez más. Al contrario, puedo vivir haciendo buen uso de las cosas que están, sí, a mi alcance y que, sin embargo, no se me pegan al corazón.
Además de esta concepción evangélica de la pobreza resulta preciso considerar también el modo como la virtud de la justicia debe presidir nuestra relación con los bienes. El cuidado más delicado debe reinar, para que no caigamos en la tentación de apoderarnos arbitrariamente de lo ajeno.
El séptimo mandamiento («no robarás») nos manda que se respete la hacienda ajena, que se pague el jornal justo que se guarde la justicia en todo lo que mira a la propiedad de los demás. Al que ha pecado contra el séptimo mandamiento no le basta la confesión, sino que debe hacer lo que pueda para restituir lo ajeno y resarcir los perjuicios.
El décimo mandamiento («No codiciarás los bienes ajenos»), nos prohíbe el deseo de quitar a otros sus bienes y el de adquirir hacienda por medios injustos. Dios prohíbe los deseos desordenados de los bienes ajenos porque quiere que aun interiormente seamos justos; que nos mantengamos siempre muy lejos de las acciones injustas y que estemos contentos con el estado en que nos encontramos.
Y no creamos que todo esto es de poca importancia para nuestra salvación. Escribía san Pedro de Alcántara: «¿Qué responderás en aquel día, cuando te pidan cuenta de todo el tiempo de tu vida y de todos los puntos y momentos de ella?» (Tratado de la Oración y Meditación, 23).
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Invocamos a Santa María, Abogada nuestra y Refugio de los pecadores: Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Que nos enseñe a hacer uso de los bienes de este mundo de manera que sean medio y nunca obstáculo en nuestro camino hacia el Cielo.
Marcial Flavius - presbítero