La primera vez que San Lucas nos habla del Corazón de la Virgen es durante la noche del nacimiento de nuestro Redentor. Ese momento de intimidad celestial, esa primera vez que se cruzaron las miradas de amor infinito del hijo con la madre, así como la posterior adoración de los ángeles y los pastores al Dios hecho hombre; todo quedó impreso en Nuestra Señora, quien como tesoro valiosísimo “guardó todas estas cosas en su corazón para meditarlas.” (Lc. 2:19). Queda claro, pues, que si queremos acceder de manera realmente profunda al inicio del misterio de nuestra Redención y llegar al nivel en donde únicamente se encuentra Dios, tenemos que hacerlo forzosamente a través del Corazón Inmaculado de María, pues sólo ahí se encuentran estos misterios.
San Lucas nos habla a continuación de un pasaje dolorosísimo en la vida de Nuestra Señora: la profecía del Santo Simeón. Es aquí donde, nuevamente, se vuelve a mencionar su Corazón, ahora en boca del anciano profeta, quien después de alabar al niño que la madre llevaba en brazos y reconocerlo como el Hijo de Dios, le profetiza que por ese mismo niño su Corazón sería traspasado por una espada de dolor. ¿Cuál es esa espada de dolor? No es otra más que la Pasión y Muerte de su Hijo tan amado. Mucho antes de que llegara el momento de la Pasión, ella ya sufría interiormente la agonía terrible de saber que un día la violencia del dolor le arrancaría de los brazos al que era su vida, su amor, su todo; en pocas palabras, a Aquel que era su corazón.
Nuevamente, queda claro que Dios nos quiere dar a conocer el misterio de la Pasión de su Hijo sólo y únicamente a través del Corazón de María, pues es precisamente por medio de él que sabemos y conocemos que un día ese Dios hecho niño va a sufrir hasta la muerte y va a entregar su vida por salvar a sus criaturas. Comprobamos, una vez más, que los misterios más íntimos de la vida de Nuestro Señor Jesucristo se encuentran atesorados en el Corazón de su Madre. Tenemos por fuerza que acudir a él si es que queremos conocer realmente en todo su esplendor al que es nuestro Redentor, y llegar a decir con el Apóstol San Pablo: “No me precio de conocer otra cosa más que a Jesucristo, y a éste crucificado.” (1 Cor. 2:2).
Por último, San Lucas nos habla de la pérdida del Niño Jesús. Después de tres días de angustiosa búsqueda, San José y la Virgen encuentran al Niño en el templo, en medio de los doctores. Movida por el profundo dolor que le habían ocasionado esos tres días de soledad, Nuestra Señora le hace un reproche amorosísimo: “Hijo, ¿por qué te has portados así con nosotros?” Y la respuesta que recibe podría sonarnos a primera vista un poco dura: “¿Por qué me buscabas? ¿No sabías que es preciso que me ocupe de las cosas de mi Padre?” Pero lo que nos dice a continuación San Lucas es que al no comprender del todo esta respuesta, la Madre guardó estas palabras en su corazón para meditarlas. Y es aquí donde entendemos por qué Nuestro Señor responde así.
Todo se reduce nuevamente al Corazón de María. Es a través de él que Jesús nos hace saber que Él es el hijo de Dios, que ha venido aquí a llevar a cabo una misión redentora, que lo único importante es cumplir la voluntad de su Padre, glorificarlo y, al mismo tiempo, liberarnos de la esclavitud del demonio. Es en este Corazón donde depositó todos estos misterios y es ahí donde debemos ir para poder conocerlos.