Participar a la naturaleza divina significa participar a la vida divina. Dios es vida. El mismo lo dice en el Evangelio: «Yo soy la resurrección y la vida; Yo soy el camino, la verdad y la vida» (San Juan 11, 25). ¿Dónde está la vida? «In Ipso vita erat: en El está la vida» (ibid. 1, 4). ¿Qué es la vida? «Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti Padre, y a quien enviaste Jesucristo» (ibid. 17, 3).
La vida: siempre nos encontramos con la vida cuando hablamos de Dios y cuando nos acercamos a El: vida en la doctrina de Cristo, vida en el Bautismo, vida en la Penitencia, vida en la Eucaristía... Fuentes y ríos de vida. «El que beba mi agua jamás volverá a tener sed, pues mi agua se convertirá en una fuente que salte hasta la vida eterna» le dijo Jesús a la samaritana (San Juan 4, 14). «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» decía Jesús (ibid. 10, 10).
LA GRACIA DE DIOS, INCOMPATIBLE CON EL PECADO
Pues bien vamos a ver ahora cómo la gracia de Dios es la vida de Dios en el alma. La Gracia es incompatible con el pecado. Un alma no puede estar al mismo tiempo en pecado mortal y en gracia de Dios.
El pecado se define como la muerte del alma. El pecado es como sacar al hierro candente del fuego y enfriarlo, como apartar al espejo de la luz del sol. Y el pecador lo sabe: «Si cometo ese pecado grave sé que voy a perder el mayor tesoro del mundo: la gracia de Dios». No hay término medio.
¡Qué terrible misterio! Mi alma -y lo mismo vale para todas las almas del mundo: o está en gracia de Dios o en pecado. No puede haber nadie que sea indiferente a la gracia. Por más que muchas personas no piensen o no quieran conocer lo que es la gracia, sin embargo están definidas en relación a ella: o tienen la gracia de Dios o carecen de ella y entonces están en pecado mortal.
Jesús en el Evangelio compara la gracia a una lámpara encendida. Cuenta aquella parábola de las 10 vírgenes (San Mateo 25), las amigas de la esposa, que esperaban la llegada del esposo para la boda. Cuando llegó el esposo, 5 estaban preparadas con sus lámparas de aceite encendidas y 5 no; y sólo las que tenían la lámpara encendida, pudieron entrar en la fiesta. Sólo hay dos alternativas: o la lámpara está encendida o está apagada.
Dios es el Dios de la vida. La gracia es la vida del alma. Por eso desde el mismo instante en el que un alma recupera la gracia de Dios, no hay pecado en ella. Después puede cometer pecados veniales, pero eso no le hace perder la gracia. Así como hemos definido el pecado mortal como la muerte del alma, el pecado venial se puede definir como una mancha o una herida.
Imaginemos una niña que hace su Primera Comunión: lleva un vestido hermoso y blanco. Ahora bien: cuanto más hermoso y más blanco sea ese vestido, más feas se verán las manchas que tenga. Por eso no hay que pensar que el pecado venial es un pecado sin importancia: es como una mancha o una herida. Cuantas más heridas acumula una persona más cerca está de la muerte, y cuantos más pecados veniales hacemos con deliberación más cerca estamos del pecado mortal.
El que comete un pecado mortal hace lo mismo que hizo en el Antiguo Testamento Esaú, que por un plato de lentejas vendió su derecho de primogenitura: pierde todo.
Por eso ya vemos que el primer efecto que causa la gracia en el alma es darle la vida de Dios y acabar con la muerte del pecado.
LA GRACIA DE DIOS: VIDA DIVINA
Ahora bien, no se acaban aquí los inmensos beneficios de la gracia. La gracia no sólo nos quita la muerte del alma, sino que nos da una plenitud de vida. Es decir, que la gracia no es una especie de letargia o “coma” espiritual. Los enfermos muy graves que caen en estado de coma están vivos, pero muy poco vivos, si podemos hablar así. Son como plantas, porque aunque viven no se mueven. Por eso decimos que la gracia no es un estado de coma sino una plenitud de vida.
San Pablo nos dice en su Epístola a los Romanos lo que es el resumen de la gracia bajo este aspecto: «No habéis recibido el espíritu de esclavos sino el de adopción de hijos, con el que clamamos: Abba, Padre. El mismo Espíritu da testimonio en nuestro interior, de que somos hijos de Dios» (Rom. 8, 15).
He aquí que la vida divina en nosotros, por la gracia, nos convierte en verdaderos hijos de Dios. Para ser padre es preciso transmitir a otro la propia vida y naturaleza. El artista que fabrica una estatua no se convierte en su padre, sino sólo en su autor. En cambio las personas que nos han dado a nosotros la vida son nuestros padres en el orden natural, porque nos dieron su propia naturaleza humana.
Ahora bien: la gracia santificante no nos da esta filiación natural de Dios: ¿por qué? Porque Dios sólo tiene un Hijo según su naturaleza: el Verbo Eterno, la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Sólo a El le transmite toda la plenitud de su naturaleza divina, de tal modo que el Hijo es exactamente igual al Padre. Nuestra filiación divina es muy distinta, como dice San Pablo, es adoptiva.
FILIACION ADOPTIVA
Esto no impide que nuestra filiación adoptiva está mil veces por encima de todas las filiaciones adoptivas humanas, pues ésta no es un mero título jurídico, sino que nos comunica la verdadera vida divina. Por eso dice san Juan en su primera epístola: «ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos de verdad» (1 Juan 3, 1).
Si se permitiera la comparación, es como si se nos inyectara sangre divina que comienza a circular realmente en las venas de nuestra alma, haciéndonos entrar en la familia misma de Dios.
Esta participación de la naturaleza divina es la razón por la que el alma en estado de gracia es lo que Cristo por naturaleza: hijo de Dios. Por ella adquiere en el plano de la adopción el máximo parecido con Jesucristo. A esta gran realidad se refiere san Pablo en su epístola a los Romanos: «Los predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que Este sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29). Y el mismo Cristo se proclamó abiertamente nuestro hermano: «No temáis: id y decir a mis hermanos que vayan a Galilea y que allí me verán» (San Mateo 28, 10). «Subo a mi Padre y a vuestro Padre» (San Juan 20, 17).
Este privilegio de la filiación adoptiva eleva al alma en estado de gracia a una dignidad casi infinita.
LA GRACIA: INHABITACION DE DIOS EN EL ALMA
Pero no acaba aquí el misterio de la gracia. No es sólo la vida de Dios en el alma, sino el mismo Dios en el alma, lo que los teólogos suelen llamar «inhabitación» de la Santísima Trinidad en el alma. Qué diferente de la paternidad humana: que da la vida a sus hijos, incluso un parecido: pero el padre nunca vive en sus hijos.
El hecho de la inhabitación de la Sma. Trinidad en el alma es una verdad de fe. Nos lo dice Nuestro Señor en el Evangelio y los apóstoles en sus epístolas:
“Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos nuestra morada en él” (San Juan 14, 23).
“¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros?” (1 Cor. 3, 16).
“¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que mora en vosotros?” (I Cor. 6, 19).
No cabe pues duda la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma en estado de gracia. Es verdad que san Pablo atribuye esta inhabitación al Espíritu Santo. Esto no quiere decir se trate de una presencia especial de la Tercera Persona, sino que esta inhabitación se le atribuye a El por apropiación, ya que es una obra de amor, y que las obras de amor se le apropian al Espíritu Santo.
El modo por el que Dios está presente en nuestra alma es real, pero diferente de su presencia en la Sagrada Eucaristía. En la Eucaristía Dios está presente de un modo particular, pues sabemos que quien está realmente presente en la Eucaristía es Jesucristo, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
La presencia de Dios en el alma es distintinta a la de la Eucaristía. La presencia que establece Dios en el alma justificada por la gracia es la presencia del padre y del amigo en el alma: es decir, una presencia de paternidad divina y de amistad divina.
El alma se convierte en hija de Dios por adopción, la cual es muy superior a las adopciones humanas. Desde este momento, Dios, que ya residía en el alma como está en todas partes, comienza a vivir en ella como Padre, y a mirarla como verdadera hija suya.
Al infundirse en el alma junto con la gracia santificante, Dios se halla en ella como amigo. La inhabitación de Dios en el alma tiene una finalidad altísima: la presencia de Dios mismo en el alma. La inhabitación es el efecto más grande de la misma gracia santificante, pues gracias a ella tenemos la presencia de Dios.
TEMPLOS DE DIOS
El alma del justo es como un cielo todavía oscuro, pues la Santísima Trinidad está en él y un día la verá con claridad. ¡Qué deberes tan grandes para con este huesped divino!
Pensar con frecuencia en El y decirse: «Dios está en mí». Consagrar a Dios todos los momentos y horas del día, diciendo: «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Adorarle: «Mi alma glorifica al Señor».
Este es el verdadero camino a la santidad: la experiencia de Dios en nosotros o el desarrollo de la vida de la gracia. Son los santos los que, por haberse dado cuenta de ello, viven como se debe vivir; las demás almas están un tanto dormidas. Es como si un padre para distraer a su hijo que alborota mucho, le diese para distraerse un billete de $ 500. El pobre niño no pudiendo saber el valor de lo que se le da, podría jugar con él e incluso romperlo.
Pues bien: eso es lo que suele ocurrir con nosotros, que ignoramos estas grandes verdades y fácilmente las perdemos de nuestra alma por el pecado mortal. Pues bien, esperemos que con la ayuda de Dios y de la Santísima Virgen, estas consideraciones nos ayuden a comprender mejor y valorar como se debe todo lo que Dios nos ha dado en este misterio.