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DEL AGRADECIMIENTO DE LA GRACIA DE DIOS

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¿Por qué quieres descansar, si para trabajar naciste? Prepárate a padecer, más que a recibir con­suelos; a llevar la cruz, más que a gozar. ¿Quién de entre los mundanos no se alegraría de recibir con­suelos espirituales, si pudiera siempre alcanzarlos?
Porque los consuelos espirituales son más dulces que todas las delicias del mundo y todos los place­res sensuales.
Todos los placeres mundanos son vergonzosos o vanos; mas los deleites espirituales son los únicos puros y serenos; pues son hijos de las virtudes, y los derrama Dios en el seno de las almas puras.
Pero nadie puede gozar de esas delicias divinas cuando le plazca, porque las tentaciones no nos dejan mucho tiempo en paz.
Gran obstáculo para esas visitas del cielo son la falsa libertad de espíritu y la excesiva confianza en sí mismo. Dios hace bien al dar la gracia de la consolación; mas el hombre hace mal no recono­ciendo que de Él solo la recibe, y no agradeciéndo­sela.
Esta es la razón de que los dones de la gracia no se derramen con más abundancia sobre nosotros: que somos ingratos a quien los da, y no lo reducimos todo a la fuente de donde mana.
Se da siempre la gracia a quien la agradece, y al soberbio se quita lo que al humilde suele darse.
No quiero consuelos que me quiten la com­punción, ni contemplación que me lleve a la sober­bia.
Porque ni todo lo sublime es santo, ni todo lo dulce es bueno; ni es puro todo deseo, ni a Dios agrada todo lo que amamos.
Bienvenida sea la gracia con que me haga cada vez más humilde y timorato, y mejor me prepare a la renuncia de mí mismo.
Quien haya gozado el don de la gracia y sufrido el dolor de su privación aprenderá a no atribuirse jamás cosa buena, antes confesará ser mendigo pobre y des­nudo.
Dale a Dios lo que es de Dios, y tú toma lo que es tuyo, a saber: agradece a Dios la gracia, atribúyete el pecado a ti solo y reconoce que mereces por él justo castigo.
Ponte siempre en el lugar más bajo, y te subirán al más alto, porque no se sostiene la cúpula sin el cimiento.
Los santos más grandes para Dios, para sí son los más pequeños: tanto más humildes en la propia esti­ma cuanto más gloriosos son.
Llenos de verdad y gloria celestial desprecian la gloria vana del mundo. En Dios apoyados, por Dios fortalecidos, de ningún modo pueden ser presumidos.
Y ellos, que atribuyen totalmente a Dios cuanto bien han recibido, no buscan la gloria que dan los hombres, sino la que da Dios solo, siendo su cons­tante intención y anhelo que en sí y en todos los san­tos sea Dios glorificado sobre todas las cosas.
Agradece, pues, los dones más pequeños, y merecerás recibir mayores.
Hasta el más pequeño don considéralo muy gran­de, y el menos valioso, como de gran valor. Pues si se atiende a la majestad de Dios, que nos lo da todo, ninguno de sus dones parecerá pequeño o mezqui­no, porque don que da el Altísimo no puede ser pequeño.
Los mismos azotes que nos da y los castigos que nos manda, debemos recibirlos con gratitud.
Porque ordena siempre para nuestra salvación cuanto permite que nos suceda.
Quien desee conservar la gracia de Dios, agradéz­cala al recibirla, sufra su privación con paciencia, pida que se le vuelva a dar, sea humilde y precavido para no perderla.
FUENTE: “LA IMITACIÓN DE CRISTO” DE TOMÁS DE KEMPIS


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