Yo soy la voz del que clama en el desierto; enderezad el camino del Señor. (Joann. 1, 23)
Todos querrían salvarse y entrar en el Paraíso celestial: más, para conseguirlo, es preciso tomar el camino que conduce a la vía recta al Paraíso. Este camino es la observancia de los preceptos divinos. Por eso predicaba el Bautista: Dirigite viam Domini: “Enderezad el camino del Señor”. Pero, para que podamos siempre caminar por este camino del Señor, sin separarnos de Él a la diestra ni a la siniestra, debemos tomar las medidas necesarias, cuales son:
1ª Desconfiar de nosotros mismos.
2ª Confiar en Dios.
3ª Resistir a las tentaciones.
MEDIDA 1
DESCONFIANZA DE NOSOTROS MISMOS
1. El Apóstol dice: Cum metu et tremore vestram salutem operamini (Philip. II, 12). Para conseguir la vida eterna es preciso que temamos siempre, y que desconfiemos de nosotros mismos: Cum metu et tremore. No debemos confiar en nuestras propias fuerzas, puesto que nosotros nada podemos hacer sin el auxilio de la gracia divina. Sine me -dice Jesucristo- nihil potestis facere. Sin mi ayuda nada bueno podéis hacer para utilidad de vuestras almas. San Pablo añade, que sin ella, no podemos tener siquiera un buen pensamiento: Non quod sufficientes simus cogitare aliquid á nobis, quasi ex nobis: sed sufficientia nostra ex Deo est. (II Cor. III, 5). Ni nombrar a Jesucristo podemos con algún mérito nuestro, si la gracia del Espíritu Santo no nos ayuda: Et non potest dicere: Dominus Jesus, nisi in Spiritu Sancto. (I. Cor. XIII, 3).
2. ¡Ay de aquél, que confía en sí mismo para andar por el camino de la salvación! Bien palpablemente experimentó esta desgracia San Pedro, cuando prediciéndole Jesucristo, que le negaría tres veces en aquella noche: In hac nocte, antquam gallus cantet, ter me megabis(Matth. XXVI, 34), le respodió él confiando en sus propias fuerzas y buena voluntad: “No te negaré, aunque fuera preciso morir contigo” (Ibid. v. 31). Pero, luego que en aquella misma noche se encontró sólo, después de la prisión de Jesús, en el atrio de Caifás, ¿que sucedió? Que apenas una criada le reconvino de ser uno de los compañeros de Jesús, sobrecogido de miedo, le negó tres veces, afirmando que no le había conocido. La humildad nos es tan necesaria, que Dios se contenta a las veces permitiendo que nosotros caigamos en un pecado, con el fin de que consigamos así la humildad y el conocimiento de nuestra propia miseria. La misma desgracia que a San Pedro había acontecido a David; confesando después su pecado: Priusquam kumiliarer ego deliqui. (Ps. CXVIII, 67).
3. Esta es la causa de llamar el Espíritu Santo: Bienaventurado el hombre que no confía en sí mismo, y está siempre temeroso de ofender a Dios: Beatus homo qui semper est pavidus (Prov. XXVIII, 14). El que teme caer, desconfiando de sus propias fuerzas, huye cuanto puede las ocasiones de pecar, se encomienda a Dios, a menudo y de esta manera evita los pecados. Pero el que no teme, y confía en sí mismo, se expone con frecuencia a los peligros sin encomendarse a Dios; de donde resulta que cae con la mayor facilidad. Figurémonos que alguno estuviera sostenido en una soga, desde la cima de un monte, por otro hombre, en la orilla de un precipicio. Viéndose aquél en tal peligro, ¿no suplicaría y diría al que le sostuviese con la soga: “Sosténme fuertemente por caridad, y cuida de no soltarme”. Pues tan inminente es el peligro que corre cada uno de nosotros de caer en el abismo del pecado, si no nos sostiene Dios con su poderosa protección. He aquí por que debemos suplicarle continuamente, que no nos deje de su mano, y nos socorra en todos los peligros.
4. San Felipe Neri decía a Dios todas las mañanas al tiempo de levantarse: “Señor, no apartéis de hoy de Felipe vuestra mano; porque si lo hacéis así, Felipe os venderá”. Y caminando cierto día el Santo por Roma, contemplando su mísera condición, refiere su vida, que iba diciendo: “Estoy desesperado”. Fueron oídas estas palabras de cierto religioso; y creyendo éste que efectivamente, estuviese el Santo tentado de desesperación, le animó a tener confianza en la divina bondad. Mas el Santo le respondió entonces. “Sí estoy desesperado, esto es, desconfío de mí mismo; pero confío en Dios”. Lo propio debemos practicar nosotros en esta vida, donde hay tantos peligros de perder a Dios: esto es, desconfiar de nosotros mismos y colocar toda nuestra esperanza en el Señor.
MEDIDA 2
DE LA CONFIANZA EN DIOS
5. Con todo, San Francisco de Sales nos dice: que si nosotros nos limitásemos a desconfiar de nosotros mismos, atendiendo sólo a nuestra debilidad, solamente serviría esto para hacernos pusilánimes, con gran peligro de abandonarnos a la vida relajada, o quizá inducirnos a la desesperación. Por esta razón conviene, que a proporción de que desconfiamos en nuestras fuerzas, confiemos al propio tiempo en la misericordia divina, y seamos como una balanza en la que se ve, que cuanto más sube uno de los platos, tanto más desciende el otro; es decir, a medida que crece la confianza que tenemos en Dios, debe disminuirse la que tenemos en nuestras propias fuerzas.
6. Oídme, vosotros pecadores, que por desgracia vuestra habéis ofendido a Dios y habéis estado condenados al Infierno: si el demonio os dice que tenéis poca esperanza de conseguir la vida eterna, respondedle: que ninguno que confió en el Señor, quedó burlado. Tened firme propósito de no pecar más, poneos en las manos de Dios, y no dudéis que Él tendrá piedad de vosotros, y os salvará de la muerte eterna. Blosio escribe que: el que Señor dijo un día a Santa Gertrudis: “Me mueve tanto el que confía en mí, que no puedo menos de oírle y concederle lo que pide”.
7. El profeta Isaías dice: Los que tienen puesta en el Señor su confianza adquirirán fortaleza, dejarán su propia debilidad, se revestirán de la fuerza divina y volarán por el camino de Dios como águilas sin fatigarse. También David dice que aquél confía en el Señor, de tal modo Él le ayudará, que su misericordia le servirá de muralla: Sperantem autem in Domino misericordia circumdavit (Ps. XXXI, 10).
8. Y San Cipriano asegura: que la misericordia divina es una fuente inagotable: el que con mayor confianza, -dice-, bebe de sus aguas, saca de allí mayores gracias. Por eso dice el real Profeta: Fiat misericordia tua Domine super nos, quemadmodum speravimus in te(Ps. XXXII, 22). Venga oh Señor, tu misericordia sobre nosotros, conforme esperamos en Ti. Cuando el demonio nos espanta, poniéndonos a la vista de grandes dificultades que se oponen a perseverar en la gracia de Dios, en medio de tantas ocasiones y peligros como nos rodean en esta vida, elevemos los ojos a Él, esperemos en su bondad infinita, y estemos seguros de que Él nos vendrá la ayuda para resistir a las acechanzas del maligno: Levavi oculos meos in montes, unde veniet auxilium mihi (Ps. CXX, 1). Y cuando nos haga ver nuestra propia debilidad, respondámosle con el Apóstol: Omnia possum in eo, qui me confortat (Phil. IV,13). Yo, por mí, nada valgo; pero todo lo puedo en gracia de Dios, que no me abandonará.
9. Por ésta razón, hallándose cercados de tantos peligros, entre los que podemos perdernos, debemos tener siempre los ojos fijos en Jesucristo, y abandonarnos al cuidado de Aquél que nos redimió con su muerte, diciéndole: Señor en tus manos encomiendo mi espíritu; a ti confío lo que Tú mismo redimiste. Palabras que debemos pronunciar con la mayor confianza de conseguir la vida eterna. ¿Como es posible que desconfíe el que diga lleno de fe y de confianza: No creo ser confundido, Señor, porque he esperado en tí. In te, Domine, speravi, non confundar in æternum.
MEDIDA 3
DE LA RESISTENCIA A LAS TENTACIONES
10. Es indudable, que Dios nos socorre en las tentaciones peligrosas cuando, llenos de confianza, recurrimos a Él; pero quizá en ciertas ocasiones de mayor peligro, quiere también que trabajemos por nuestra parte, haciéndonos violencia para resistir a la tentación. En tales casos no será suficiente que recurramos a Dios una o dos veces, sino que será necesario multiplicar las súplicas, gimiendo muchas veces, e invocando a la Virgen María, o decir con lágrimas, postrados a los pies de un Crucifijo: Madre mía, asistidme; Jesús, Salvador mío, salvadme; no me abandonéis por piedad; no permitáis que os pierda jamás.
11. Acordémonos del Evangelio que dice: Quam angusta porta, et arcta via est quœ ducit ad vitam: et pauci sunt qui inviniunt eam. (Matth. VII, 14). Angosta es la puerta, y estrecha la senda que conduce al Paraíso, y pocos son los que atinan a ella: porque pocos se esfuerzan a resistir tanto género de tentaciones que nos cercan. El reino de los Cielos no se alcanza sino a viva fuerza, esto es, haciéndosela a sí mismos, resistiendo a las tentaciones del mundo, del demonio y de la carne. El que quiera alcanzarlo sin incomodarse, y llevando una vida muelle y licenciosa, se equivoca lastimosamente, porque no conseguirá otra cosa que ser excluido de él para siempre.
12. Los Santos, para salvarse, uno vivió en un claustro, otro se encerró en una gruta, otro abrazó la cruz de Jesucristo, esto es, los tormentos y la muerte, como lo hicieron los Santos Mártires. Se lamentan algunos que no tienen bastante confianza en Dios, y no conocen que esto dimana de que no están resueltos eficazmente a servirle. Santa Teresa decía: “que el demonio no teme a las almas tibias o faltas de resolución”. El Sabio dijo que: los deseos consumen al perezoso: Desideria occidunt pigrum (Prov. XXI, 25). Algunos querrían salvarse, querrían ser santos; pero nunca pueden resolverse en poner en la práctica los medios necesarios para conseguirlo, a saber: la meditación, la frecuencia de los sacramentos, la fuga de las ocasiones de pecar. Se alimentan los deseos ineficaces, que nunca tienen efecto; y, entretanto, siguen viviendo en desgracia de Dios, y en una frialdad estúpida, que, finalmente, los conduce a perder a Dios; y así se verifica que los deseos matan al perezoso: Desideria occidunt pigrum.
13. Si queremos, pues, salvarnos y ser santos, es preciso que tengamos una resolución firme y eficaz, no solamente de dedicarnos al servicio de Dios, sino también de practicar los medios oportunos y necesarios para conseguirlo; y no solamente practicarlos, sino no descuidarlos ni omitirlos jamás. Por eso es necesario que no dejemos nunca de suplicar a Jesucristo y a su Madre Santísima, para que nos concedan la santa perseverancia en la virtud: porque solamente se salvará el que persevere hasta el fin: Qui perseveraverit usque in finem, hic salvus erit.