Nos refiere el Sagrado Evangelio de San Lucas; cap. II, vers. 21–38.
Desde Belén, el cuadragésimo día después del nacimiento de Jesús, José y María llevaron al Niño Jesús a Jerusalén para cumplir las prescripciones legales de presentarle al Señor conforme estaba escrito en la ley que Dios mandó a Moisés: «La mujer que ha dado a luz un hijo, se abstendrá de asistir al templo durante cuarenta días. El día cuadragésimo, presentará al sacrificador un cordero de un año y una tortolilla en ofrenda por el pecado. Si no pudiera procurarse un cordero, ofrecerá dos tortolillas. El sacrificador rogará por ella y con esto, quedará purificada (Levit.; cap. XII). «Además, me serán consagrados los primogénitos. Los rescataréis al precio de cinco siclos de plata. Si vuestros hijos os interrogaren sobre este rescate, les responderéis que el Señor os sacó de Egipto inmolando todos los primogénitos de los egipcios y que en recuerdo de esta libertad, le consagráis los primogénitos de vuestros hijos» (Exod.; cap. XIII). Esta doble ley obligaba a todas las madres excepto a la Virgen Madre; y a todos los primogénitos excepto al Niño-Dios. Evidentemente, la que concibió del Espíritu Santo y dió a luz al Santo de los Santos, no tenía mancha alguna de que purificarse; así como el que nació para rescatar al mundo, no tenía necesidad de rescatarse a sí propio; pero quiso Dios dejar en la obscuridad de la vida común a los dos privilegiados de su corazón, para dar a la tierra una lección sublime de obediencia y humildad.
En el día fijado por la ley, la divina familia se encaminó a la ciudad santa. María llevaba al Niño en sus brazos; seguíalos José con la humilde ofrenda que debía presentar la pobre madre. Después de algunas horas de marcha, entraron en Jerusalén. Los príncipes de los sacerdotes, pontífices y doctores, ni sospecharían acaso que pasaba delante de sus ojos aquel mismo Mesías cuyos gloriosos destinos tantas veces habían predicado al pueblo. Habrían respondido con una sonrisa de desprecio a quien les hubiera mostrado en ese niño al Libertador de Israel.
María se dirigió al templo, dichoso abrigo de sus primeros años. Al subir con Jesús por las gradas del majestuoso edificio, acordábase involuntariamente de la predicción del profeta Ageo. Quinientos años antes, los restos de las tribus cautivas vueltos de Babilonia, reedificaban la ciudad y el templo, y los ancianos no podían contener sus lágrimas al recordar las magnificencias desaparecidas para siempre:
–«No lloréis, exclamó entonces el profeta Ageo; esperad un poco y el Deseado de las Naciones llenará de esplendor esta casa y la gloria del nuevo templo eclipsará la del primero» (Agg.; cap. II. 8-10).
La predicción se cumplía en aquel día en que la presencia del Cristo glorificaba y santificaba la casa de Dios; pero, como en el Pesebre, dejaba a los sabios sumidos en las tinieblas y sólo se revelaba a los humildes.
Vivía a la sazón en Jerusalén un venerable anciano justo y temeroso de Dios llamado Simeón. Fiel a Dios y confiado en sus promesas, no sólo aguardaba al Consolador de Israel, sino que una esperanza aun más dulce llenaba su corazón de una santa alegría. El Espíritu Santo estaba en él con gracia de profecía y por secretas inspiraciones le había anunciado que no moriría antes de ver con sus ojos al Mesías de Dios. En aquel día, conducido por el espíritu de Dios, el santo anciano llegó al templo. Cuando José y María penetraron en el sagrado recinto, Simeón divisó al niño en los brazos de su madre. Su mirada se detuvo fijamente en Jesús, sus ojos se humedecieron en lágrimas y su alma, súbitamente iluminada, descubrió al Hijo de Dios bajo los velos de su humanidad. Al punto, arrebatado en un santo transporte, toma al Niño en sus brazos, lo estrecha sobre su corazón y con voz trémula de emoción, le dice:
–«¡Bendito seas, Señor! Has cumplido tu palabra; ahora puedo morir en paz, pues mis ojos han visto al Salvador, a Aquél que habéis enviado, luz de las naciones y la gloria de tu pueblo de Israel».
Así habló el hombre de Dios. José y María oían llenos de admiración aquel himno de alabanza en honor del divino Niño, cuando, de pronto, ven que la frente del anciano palidece, como si un doloroso pensamiento turbase su espíritu. Bendijo a entrambos santos esposos y luego dijo a la madre:
–«Este niño ha venido para ruina y resurrección de muchos en Israel. Será blanco de contradicción entre los hombres y con ocasión de su venida, los pensamientos ocultos en el fondo de los corazones quedarán patentes como en pleno día. En cuanto a vos ¡oh madre! una espada de dolor atravesará vuestra alma».
Con esas palabras el Profeta anunciaba la oposición de los judíos al reino del Mesías y hacía entrever el Gólgota. María comprendió el martirio que la esperaba y sin turbarse respondió como en otra ocasión al ángel:
–«Que se cumpla en su sierva la voluntad de Dios».
En este momento solemne llegó al templo un nuevo testigo que Dios enviaba para reconocer y glorificar al divino Niño. Era Ana, la profetiza, la hija de Fanuel, de la tribu de Asser. Viuda, después de siete años de matrimonio, aquella mujer venerable entonces de edad de ochenta años, llevaba una vida santa. Pasaba sus días en la casa de Dios, maceraba su cuerpo con ayunos continuos y día y noche elevaba sus súplicas ante el altar del Señor. Al igual que el santo anciano Simeón, reconoció en el Niño al Mesías prometido a su pueblo y transportada de gozo, estalló en acciones de gracias y dió testimonio de Jesús delante de todos los que esperaban la redención de Israel. Después de estas manifestaciones gloriosas al par que sombrías, María se acercó al atrio de los hebreos. Un sacrificador recibió las dos tortolillas, oblación de la pobre madre y recitó en su presencia las oraciones del sagrado rito. El sacerdote la introdujo entonces en el recinto interior para la ceremonia de la presentación. Juntamente con José, María puso el niño en manos del Ministro de Dios y después de pagar los cinco siclos de rescate, lo recibió nuevamente en sus brazos. En aquel momento, en vez de recobrar la libertad que le aseguraban las formalidades legales, el Niño Dios se sometía voluntariamente a la esclavitud y consagrándose del todo a la gloria de su Padre, se ofrecía como víctima por la salvación de la humanidad. María y José, movidos por el mismo amor, ofrecían a Dios como obra suya el tesoro depositado en sus manos.
Cumplidas las prescripciones de la ley de Moisés, los santos esposos regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret".
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REFLEXIÓN(²): Represéntanos cada año la Santa Iglesia el misterio de este día en la procesión que hace hoy con las candelas encendidas, que es una ceremonia antiquísima y de grande devoción, instituida por inspiración del Espíritu Santo para enseñarnos a tomar a Cristo y llevarle en nuestras manos como luz del mundo y hacha encendida; suplicándole que alumbre e inflame nuestras vidas y nuestros corazones. Recibamos pues con sencillez de niños, la luz de su santa doctrina y practiquémosla con buena voluntad porque contradecirla y despreciarla es señal de reprobación; creerla y practicarla es prenda de eterna vida. En este misterio es muy digna de ponderarse aquella profecía del venerable anciano Simeón el cual, teniendo en sus brazos al Divino Infante, dijo que este Niño sería para muchos salud, y para otros piedra de tropiezo y escándalo. Estas dos cosas se han visto cumplidas en todos los siglos y se cumplirán hasta el fin del mundo. ¡Tremendos juicios de Dios!
ORACIÓN: Todopoderoso y Sempiterno Dios, rogamos humildemente a vuestra Majestad Excelsa, que así como vuestro Unigénito Hijo fue presentado hoy en el templo, vestido de nuestra carne, así nos concedáis la gracia de presentarnos a Vos con la pureza que debemos. Por Jesucristo, Dios y Señor Nuestro. Amén.
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MEDITACIÓN: LA PURIFICACIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA.(³).
I. Al presentarse para ser purificada, María sacrifica su gloria a la gloria de Dios, porque, para cumplir la ley, oculta sus dos admirables prerrogativas: la de virgen y la de Madre de Dios. Aprende de este misterio a poner tu honra en la obediencia a Dios. Aunque fuese preciso que pases por el mayor pecador de la tierra, siempre que Dios sea con ello glorificado, debes estar contento. Jesús te da el ejemplo sometiéndose a la circuncisión, y María observando la ceremonia de la purificación. La verdadera honra está en la estima que Dios tiene de ti.
II. Ella inmola a su querido Hijo, lo presenta a su Padre para que disponga de Él a su agrado. Da a Dios lo más precioso que tiene. ¡Gran lección para padres y madres! Es menester que ofrezcan a Dios sus hijos y no, por lo contrario, que les impidan consagrarse a su servicio cuando quieran hacerlo. Ofrezcamos hoy a Dios lo más querido que tenemos: nuestros corazones, nuestra voluntad, nuestras inclinaciones!
III. El Eterno Padre recompensa a María por su generosidad: le devuelve su Hijo y su honor por medio de Simeón, quien reconoce en Ella a la Virgen Madre de Dios y lo torna a sus brazos. Si sacrificas a Dios tu honra y tus inclinaciones, Él te recompensará liberalmente aun en esta vida. ¡Cuán bueno es servir a un Señor tan generoso! Él da los bienes del cielo a quien le sacrifica los de la tierra. ¿Por qué no cambiar la tierra por el cielo? ¿Por qué con bienes pasajeros, no comprar los eternos? ¿Por qué, con lo que es perecedero, no adquirir lo que dura siempre? (San Pedro Crisólogo).
ORACIÓN
Dios todopoderoso y eterno, escuchad benigno las súplicas que dirigimos a vuestra suprema Majestad, y así como vuestro Unigénito fue hoy presentado al templo, revestido de carne semejante a la nuestra, haced que nos presentemos ante Vos con un corazón purificado. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
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Fuentes: (¹)"JESUCRISTO, su Vida, su Pasión, su Triunfo", del Rvdo. P. Berthe, F.SS.R.
(²)"FLOS SANCTORUM ANNO DOMINI", P. Francisco de Paula Morell S. J.
(³)"MARTIROLOGIO ROMANO" (1956), Santoral de Juan Esteban Grosez, S.J., Tomo I; Patron Saints Index.