De un mismo castillo italiano brotaron dos salvajes y un sabio; o un santo más pacífico que muchos sabios modernos. Este es el doble aspecto que engendra hasta confundir mil controversias. Este el enigma de la Edad Media: era no una edad sino dos edades. Miramos las costumbres y modales de algunos hombres y creemos estar en la Edad de Piedra; miramos la mente de otros y parecieran vivir en la Edad de Oro, en la más moderna de todas las utopías. Hombres buenos y malos los hubo siempre; pero en ese tiempo los hombres buenos, que eran sutiles, vivían con los malos, que eran necios. Vivían en la misma familia; crecían en el mismo cuarto de juegos, y salían luego para luchar, como lucharon los hermanos de Aquino a la vera del camino cuando arrastraron por el polvo al nuevo fraile y lo encerraron en el castillo de la montaña.
Cuando sus parientes intentaron despojarlo del hábito de fraile Tomás reaccionó —se cuenta— con la manera belicosa de sus ancestros y con éxito ya que el intento fue abandonado. Aceptó el encarcelamiento con su compostura acostumbrada, y es probable que no le haya preocupado mucho si tenía que filosofar en un calabozo o en una celda En verdad, por la manera en que se narra toda la anécdota algo sugiere que a través de buena parte de esa extraña abducción anduvo el Santo llevado de aquí para allá como inerte estatua de piedra. Un sólo relato de su cautiverio nos lo muestra enfurecido más allá de cuanto haya estado antes o después. El hecho sacudió la imaginación de la época por razones de gran importancia; pero tiene un interés que tanto es psicológico como moral. Por una vez en su vida, la primera y la última, Tomás de Aquino estuvo realmente fuera de sí, arrebatado por una tormenta que lo sacó de la torre del intelecto y la contemplación en que acostumbraba vivir. Y ello ocurrió cuando sus hermanos introdujeron en su cuarto una cortesana muy pintada y particularmente atractiva con la idea de sorprenderlo con una tentación repentina o por lo menos de envolverlo en un escándalo. Su furia estaba justificada, aun para cánones morales menos estrechos que los suyos, porque la mezquindad era peor que la maldad de la estratagema. Sin mucho pensarlo, él sabía que sus hermanos sabían, y ellos sabían que él sabía, que para él como caballero era un insulto suponer que podía quebrantar sus votos por una simple provocación. Tenía además tras de sí una sensibilidad mucho más terrible: esa enorme ambición de la humildad que representaba para él la voz de Dios desde los cielos. Por un momento y en un destello único vemos a esta grande y pesada figura en actitud de actividad y aún animación Y no fue animación lo que faltó: saltó de su asiento, arrebato un tizón del fuego y se plantó blandiéndolo cómo espada encendida. La mujer se estremeció y huyó, que era cuanto Tomás quería; pero vale la pena imaginar lo que habrá pensado de ese loco de estatura gigante blandiendo llamas y amenazar aparentemente con quemar la casa. Empero todo lo que Tomás hizo fue caminar tras ella hasta la puerta, golpear ésta y correr el cerrojo; y luego, con la suerte de impulso propio del ritual violento, hundió en la puerta el tizón encendido tiñéndola y marcándola con el signo de la cruz, grande y negra. Después volvió sobre sus pasos, arrojó nuevamente el tizón al fuego y se sentó en este asiento de la docencia sedentaria, la cátedra de la filosofía, el trono secreto de la contemplación, del que nunca más se levantaría.
“SANTO TOMÁS DE AQUINO”