Siempre que el hombre desea cosas desordenadas, pierde al punto la paz del corazón.
El soberbio y el avaro nunca están tranquilos, mientras que el humilde y el pobre de espíritu viven en profunda paz. El hombre que aún no está bien muerto a sí mismo es a menudo tentado y vencido en cosas pequeñas y viles.
El hombre débil de espíritu, y todavía un poco carnal e inclinado a las cosas sensibles, con dificultad se abstiene totalmente de terrenales deseos. Por eso suele entristecerse cuando los reprime, y fácilmente se irrita cuando alguien le contraría.
Pero, si hace lo que deseaba, se siente al punto abrumado del peso de su mala conciencia: porque cedió al impulso de la pasión, lo cual de nada sirve para hallar la paz que buscaba.
Resistiendo, pues, a las pasiones es como se encuentra la paz verdadera del alma, y no haciéndose su esclavo.
Por tanto, no hay paz en el corazón del hombre carnal ni en el del que vive entregado a las cosas exteriores; pero sí la hay en el corazón del hombre fervoroso y espiritual.
“LA IMITACIÓN DE CRISTO”