En Marzo de 1890, una piadosa señora de Tolón, dueña de una modesta tienda de lienzos situada en la calle de Lafayette, al abrir su almacén observó que habia perdido la llave. Llamado el cerrajero, probó éste cuantas llaves maestras tenia en su taller, y no logrando su objeto, trató de descerrajar la puerta; más la señora Luisa Bouffier, que así se llamaba la dueña del establecimiento, acordándose en aquel instante de San Antonio de Padua, sintióse movida a ofrecerle una limosna de pan en favor de los pobres si se abría el almacén, sin arrancar la cerradura.
—Aguarde Ud., maestro—dijo—acabo de ofrecer una limosna a los pobres si San Antonio hace un milagro; pruebe Ud. de nuevo cualquiera de las llaves que acaba de usar.
Hízolo así y la primera llave que introdujo abrió la puerta sin ofrecer la más pequeña resistencia.
Grande fué la sorpresa y la gratitud de la piadosa señora Bouffier, y no menos la admiración de las personas que presenciaron el suceso, tanto que algunos días después eran ya muchas las que acudían a San Antonio en sus necesidades, ofreciendo limosnas de pan, y que, cumplido sus deseos, cumplan ellas por su parte dando de comer al hambriento.
Una amiga de la Señora Bouffier, testigo de los primeros milagros, hizo promesa de dar un kilógramo de pan diario durante toda su vida si lograba que cierta persona de su familia abandonase un vicio que desde antiguo le esclavizaba. A poco la gracia fué concedida, el vicio desapareció, y la señora, además de comenzar a cumplir puntualmente su promesa, compró una estatua de San Antonio y se la regaló a la señora Bouffier para que la colocase en un cuartito de la trastienda convertido en improvisado oratorio.
A contar desde ese día fueron innumerables las gentes que comenzaron a acudir a aquel rinconcillo a pagar al Santo los favores y gracias recibidas. Ya era un soldado o un oficial de marina que, partiendo para largo viaje, había prometido a San Antonio cinco francos mensuales de pan si regresaba sin accidente alguno, y lo habia logrado. Ya era una madre que habia pedido y obtenido la salud de su hijo o el buen éxito de un examen; ya era una familia que habia solicitado la conversión de una persona querida que iba a morir; ya era una pobre criada sin colocación o un obrero sin trabajo que habían visto satisfechas sus aspiraciones. Cuantos ofrecían limosnas de pan para los necesitados, obtenían favores a manos llenas.
Era muy natural que las limosnas crecieran. Algún tiempo después ascendía ya a dos mil reales el importe del pan que la señora Bouffier repartía mensualmente a los pobres.
“Tomado del Eco Franciscano” – Año 1899.