REVELACIONES DE NUESTRA SEÑORA A SANTA BRÍGIDA SOBRE LA AGONÍA DE SU DIVINO HIJO
«Era mi Hijo de milagrosa complexión, y así batallaba en Él la muerte con la vida. Subía el dolor de los pies y manos clavados, de la cabeza traspasado y de los nervios y venas rotas, al corazón tiernísimo, y lo atormentaban con increíble angustia. Resistía la valentía del corazón la violencia del dolor; así volvía a difundirse por los miembros, y se prolongaba la muerte con indecible amargura. Estando en esta batalla de infinitas agonías, volvió hacia mí la vista, y conociendo la grandeza del tormento que padecía mi alma, fue tanta la amargura y tribulación de su amabilísimo corazón, que rendido a la inefable angustia de la muerte, según la humanidad, clamó a su eterno Padre, diciendo: «¡Padre en tus manos encomiendo mi espíritu!»
«Como yo, la más triste y afligida de todas las criaturas, oyese el clamor de mi Hijo y conociese que era señal de su muerte, tuve tanta tristeza y dolor en mi alma y cuerpo, que empecé a temblar con tanta fuerza, que las entrañas se me estremecían y todos los miembros y huesos de mi cuerpo temblando se daban unos con otros con tanto pavor y espanto, con tan amargo dolor de mi corazón, que faltan palabras para explicarlo.»
«Volví a mi Hijo Santísimo la vista y conocí que su corazón se le partía por medio de dolor. Vi que todos los miembros de su divino cuerpo horrorosamente se estremecían y temblaban. Vi que levantó un poco su santísima cabeza, y luego la inclinaba a mí, su afligida y dolorosa madre. Vi que la boca se le abría, que la lengua se le divisaba toda cubierta de sangre helada. Vi que sus manos sacratísimas se retiraron un poco de los clavos y se alargaron las heridas, y todo el peso del cuerpo se dejaba venir sobre los divinos pies. Vi que los dedos de las manos y los brazos se estiraban y ponían yertos, las espaldas se le apretaban fuertemente contra la cruz, y entonces expiró con inefables angustias y amarguras, la vida de mi alma, mi Jesús».
Cristo nos dará de comer a todos el Pan de Vida... a todos los que libres del pecado por la Confesión, tengamos el honor de aceptarlo y recibirlo realmente presente en la Eucaristía. "Yo soy el pan, el vivo, el que bajó del cielo. Si uno come de este pan vivirá para siempre, y por lo tanto el pan que Yo daré es la carne mía para la vida del mundo" (Jn VI 51).
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