Temor filial |
¿Qué hay que entender por temor de Dios? Tema realmente bastante difícil, porque se confunden con frecuencia tres especies de temor, muy diferentes entre sí. Una es mala simplemente. Las dos restantes, buenas, pero desiguales entre sí: la primera disminuye al aumentar la caridad, mientras la otra aumenta con ella. Es, pues, necesario precisar qué relaciones hay entre estas diversas especies de temor con el amor de Dios, que siempre debe prevalecer.
El temor, en general, es el abatimiento del alma vencida por la gravedad de un peligro que la amenaza. El temor hace temblar y se relaciona tanto con el mal terrible que amenaza, como con el que puede ser causa de dicho mal. Con frecuencia, el temor no es más que una emoción de la sensibilidad, que hay que dominar con la virtud de la fortaleza, pero puede subsistir también en la voluntad espiritual y puede ser bueno o malo.
Los teólogos y los autores espirituales distinguen tres especies de temor muy distintos entre sí; y, empezando por el inferior, son : 1) el temor mundano, temor de la oposición del mundo que aleja de Dios; 2) el temor servil, que es el temor de los castigos de Dios, y es útil para nuestra salvación; 3) el temor filial, o del pecado como ofensa a Dios: temor que aumenta con el amor divino y subsiste incluso en el Cielo bajo forma de temor reverencial. Veamos lo que enseña la teología y especialmente Santo Tomás acerca de estas tres especies de temor, específicamente diversas entre sí.
TEMOR MUNDANO
El temor mundano es aquel por el cual tanto se teme el mal temporal que el mundo puede hacernos, que llegamos a estar dispuestos a ofender a Dios para evitar este mal. El temor mundano es, por consiguiente, siempre malo. Se presenta bajo muchas formas. En primer lugar es respeto humano, o timidez culpable, que se asusta de los juicios del mundo e impide cumplir los deberes para con Dios; por ejemplo, el de oír la Santa Misa en domingo, comulgar por Pascua, acercarse a la Confesión. Se teme el juicio de esta o aquella persona; hay miedo de perder la situación que tenemos si nos mostramos fieles a los deberes cristianos. Y este temor puede llegar hasta la vileza. En tiempo de persecución, el temor mundano puede impulsar incluso a renegar de la fe cristiana para evitar la pérdida de los bienes terrenos, de la libertad personal, o la pérdida de la vida en el martirio. Jesús dijo: «No temáis a los que pueden matar el cuerpo, pero que no pueden matar el alma. Temed, más bien, a Aquel que puede echaros el alma y el cuerpo a la gehena.» (Math., X, 28). Dijo también (Luc., IX, 26): ¿De qué sirve ganar el universo, si se pierde el alma?» Y más: «Si alguno se avergüenza de Mí y de mis palabras, el Hijo del hombre se avergonzará de él, cuando venga en su gloria y en la del Padre y de los santos Ángeles.»
El temor mundano es, por consiguiente, siempre malo. Hay que pedir a Dios que nos libere de él. Los que no quieren oír hablar del temor de Dios, como si no fuese un sentimiento bastante noble, padecen de este respeto humano, envilecedor, indigno de una conciencia recta. Avergonzarse de asistir a la Santa Misa es la completa inversión de los valores, porque la Misa, que perpetúa sacramentalmente el sacrificio de la Cruz, es lo más grande que hay, es de un valor infinito y, lejos de avergonzarnos de ello, persuadámonos de que el asistir a ella es de un gran honor y un gran provecho para el tiempo y para la eternidad.
EL TEMOR SERVIL
El temor servil es muy distinto: es el temor, no ya de la persecución del mundo, sino de los castigos de Dios. Es útil, por cuanto nos induce a observar los divinos mandamientos. Se revelaba de modo especial en el Antiguo Testamento bajo el nombre de la ley del temor, mientras que en el Nuevo Testamento es llamado ley del amor.
Semejante temor, útil a la salvación, puede, sin embargo, hacerse malo, si los castigos divinos se temen más que el ser separados de Él y si se evita el pecado sólo por el miedo de ellos, de tal modo que se pecaría si no fuese por el castigo eterno. Este temor se llama entonces temor servilmente servil, y manifiesta evidentemente que más que a Dios nos amamos a nosotros mismos; es, pues, malo, y no puede, bajo esta forma, existir, junto con la caridad, amor de Dios sobre todas las cosas.
El temor servil es, por tanto, bueno sustancialmente. Pero cuando no es servilmente servil, el temor servil de los castigos divinos es útil: ayuda al pecador a acercarse a Dios. No obstante, no es una virtud ni un don del Espíritu Santo. «Es, dice Santa Catalina de Siena (Diálogo, C. 94), como un viento huracanado que sacude a los pecadores.» Es insuficiente para la salvación, pero puede conducir a la virtud. Del mismo modo que, durante la tempestad, el marinero se acuerda de que es necesario rezar y, aun encentrándose en pecado mortal, reza mejor de lo que puede por una gracia actual, que le es entonces concedida y que es ofrecida a todos en casos semejantes.
En el justo, el temor servil subsiste, pero disminuye al crecer la caridad. En efecto, cuanto más se ama a Dios, más disminuye el egoísmo y menos atento está uno a su propio interés; por lo mismo, se ama más a Dios y más se espera ser recompensado por Él. El temor servil, o de los castigos divinos, no existe ya en el Cielo, como es evidente.
TEMOR FILIAL
El temor filial es bastante diferente de los dos precedentes: es el temor de un hijo, no el de un mercenario ni de un simple servidor; es el temor no de los castigos divinos, sino del pecado, que nos aleja de Dios. Difiere sustancial y específicamente del temor servil y, a mayor abundamiento, del temor mundano.
Este temor filial no sólo es útil para la salvación, como el temor servil, sino que es un don del Espíritu Santo, que ayuda mucho a resistir las grandes tentaciones. Por eso dice el salmista (Ps., CXVIII): «Penetra de temor, oh Señor, mi carne», a fin de que evite el pecado. Este temor filial es el menos elevado entre los siete dones del Espíritu Santo, pero es el principio de la sabiduría, al ser ésta como el efecto inicial de este don superior; es verdadera sabiduría temer el pecado que aleja de Dios. Corresponde a la bienaventuranza de los pobres y los humildes, que temen a Dios y lo poseen ya.
Es más: mientras el temor servil, o de los castigos divinos, disminuye al crecer la caridad, el temor filial aumenta, porque cuanto más se ama a Dios, más se aborrece el pecado que nos separa de El. Los siete dones están vinculados a la caridad, como las virtudes infusas; son como las diversas funciones de nuestro organismo espiritual: se desarrollan juntas, como los cinco dedos de la mano, dice Santo Tomás (I, II, q. 61, a. 2).
Santa Catalina dé Siena dice (Diálogo, cap. 74) que al crecer la caridad, mientras disminuye el temor servil, aumenta el filial y desaparece por completo el temor mundano. «Por eso—dice ella—los Apóstoles, después de Pentecostés, lejos de temer los sufrimientos, se gloriaban de ellos y se sentían felices de ser juzgados dignos de sufrir por Nuestro Señor.» Anteriormente, la víspera de la Ascensión, sintiéndose solos, habían experimentado vivamente su impotencia ante la inmensidad de la tarea a realizar y aun temían las persecuciones anunciadas; pero el día de Pentecostés fueron grandemente iluminados, fortificados y confirmados en gracia.
En el Cielo subsiste el temor filial bajo la forma de temor reverencial. En efecto, se lee en el Salmo XVIII, 16: «El santo temor de Dios permanecerá por los siglos de los siglos.» No será ya temor del pecado, temor de ser separados de Dios; pero ante la infinita grandeza del Altísimo, el alma comprenderá, por fin, su propia nada y temblará, en cierto modo, al descubrir su fragilidad en comparación con la absoluta estabilidad y necesidad de Dios, que es el único que es el mismo Ser subsistente: Yo soy El que es. En este sentido se dice en el Prefacio de la Misa: tremunt Potestates: entre los ángeles superiores, hasta los que se denominan Poderes celestiales, tiemblan ante la infinita majestad de Dios.
Este don de temor reverencial existe también en la santa Alma del Salvador, como los demás dones; del Espíritu Santo.
El temor reverencial aparece en los Santos incluso en la vida presente, por ejemplo: cuando San Pedro (Luc., V, 8), después de la primera pesca milagrosa, dice a Jesús: «Apártate de mí, Señor, porque soy un hombre pecador.» Y es entonces cuando Jesús responde: «No temas, porque de ahora en adelante tú te harás pescador de hombres.» En aquel instante Pedro, Santiago y Juan lo abandonaron todo para seguirle.
Bien se ve, por consiguiente, que estas tres especies de temores son muy diversas entre sí. El temor mundano, que aleja de Dios, es siempre malo. El temor servil, o de los castigos divinos, es útil para la salvación, a no ser que sea servilmente servil, dejando la disposición a pecar e induciendo a la abstención de la culpa únicamente por temor de los castigos eternos. El temor filial es siempre bueno y aumenta con el amor, como los demás dones del Espíritu Santo, y subsiste hasta en el Cielo como temor reverencial.
He aquí, entonces, nuestra oración:
Señor, líbrame del temor mundano; disminuye el temor servil; aumenta en mí el temor filial.
Señor, líbrame del temor mundano; disminuye el temor servil; aumenta en mí el temor filial.
La psicología humana, abandonada a sus propias fuerzas, jamás habría podido distinguir de tal modo estos sentimientos; era precisa la Revelación, fruto de la Sabiduría divina.
Algunos moralistas no cristianos enseñan una moral de absoluto desinterés—así dicen ellos—, donde no hay lugar para el temor de los castigos divinos ni para el deseo de recompensas eternas. Esos mismos enrojecerían al confesar que alguna vez son presa de temores: esto destruiría el hermoso orden de sus lecciones.
Es la posición de Kant, a quien los racionalistas han dado tanta importancia, porque su doctrina es la negación de la Revelación divina. Cuando, por el contrario, nos colocamos desde el punto de vista de la Revelación, muchos de estos que son llamados grandes filósofos se nos manifiestan como espíritus poderosos pero falsos, que tienen una ingeniosidad especial para presentar en forma persuasiva el error. No han sido más que grandes sofistas, y como monstruos intelectuales, que han falseado por completo la noción de Dios, la del hombre y, la de nuestros destinos. Este fue particularmente el caso de Spinoza, de Kant y de Hegel. Esto es lo que piensa todo verdadero teólogo católico, y es lo que pensaba S. Agustín de la obra de los grandes sofistas de su tiempo. En la eternidad lo veremos claramente, cuando la visión horizontal del tiempo, en que el error aparece a menudo en el mismo plano que la verdad, haya cedido el puesto a la visión vertical, que juzga de todo desde arriba, al modo de Dios, causa suprema y último fin. Desde este punto de vista, las perspectivas de la historia y de la filosofía se verán singularmente alteradas, y la superficialidad de muchos juicios servirá para destacar mayormente el sentido y el alcance de los juicios definitivos.
Era cometido del Espíritu Santo rehabilitar el temor, como bien dijo el padre Gardeil. Y esto sucede de tres maneras: reprobando el temor mundano o respeto humano; demostrando que el temor de los castigos divinos es útil al pecador al inducirlo a convertirse, y mostrando, sobre todo, que el temor filial del pecado o de la separación de Dios es un don sobrenatural que aumenta siempre más con la caridad.
Este santo temor es el que ha inspirado las grandes mortificaciones de los Santos y su vida reparadora para obtener la conversión de los pecadores. Este santo temor de Dios es el que se manifiesta en Santo Domingo cuando se flagelaba hasta derramar sangre todas las noches para obtener la conversión de los pecadores a los que evangelizaba. Este santo temor es el que inspiraba también las mortificaciones de una Santa Catalina de Siena, de una Santa Rosa de Lima y de tantos otros Santos y Santas.
Pero sobre el temor filial, aun en su forma más alta, como subsiste en el cielo, la doctrina cristiana reconoce el puesto preeminente del amor de Dios y de las almas, que corresponde al precepto supremo.