¡Oh venerables hermanos e hijos amadísimos que, en cumplimiento de los deberes de vuestra profesión, predicáis y practicáis sin respeto humano las enseñanzas de la Iglesia Católica, y, por esta razón, no solamente sufrís menosprecio y desdén, sino que sois objeto de pública censura, tachados de enemigos de vuestra Patria y difamados por cobardes calumniadores que no vacilan en herir gravemente los corazones católicos precisados más que nunca de todos los auxilios de la divina gracia para perdonar a aquellos que les ofenden tan vilmente!
Si el Catolicismo fuera un enemigo de la Patria, no sería una religión divina. La Patria es un nombre que trae a nuestra memoria los recuerdos más queridos, y bien sea porque llevamos la misma sangre que aquellos nacidos en nuestro propio suelo, o bien debido a la aún más noble semejanza de afectos y tradiciones, nuestra Patria es no sólo digna de amor, sino de predilección.
Y si esto ocurre siempre con carácter general, ¡con cuánto mayor motivo debe ser así cuando nuestro país está ligado por indisolubles lazos a esta Patria, que no está limitada a los contornos de un océano o rodeada de una cadena de montañas, que no habla una, sino todas las lenguas: la Patria que abarca en su latitud el mundo visible y el del más allá del sepulcro: la Iglesia Católica!
Papa San Pío X |
Por esta razón, todo aquel que se rebele contra su autoridad, temeroso de su supremacía en el dominio del Estado, impone barreras a la verdad; el que proclama que su autoridad es extraña al país, desea que la Verdad sea también extraña a esa nación; el que teme que esta autoridad pueda perjudicar a la libertad y a la grandeza de un pueblo, confiesa abiertamente que una nación puede ser grande y libre sin la Verdad.
De aquí que un Estado, un gobierno o una autoridad –cualquiera que fuere su nombre– hace guerra a la Verdad, no puede pretender inspirar amor mientras se oponga de ese modo al sentimiento humano más sagrado. Tal autoridad podrá mantenerse por pura fuerza; podrá ser temida, porque, indudablemente, la espada del castigo conmina a la obediencia; podrá ser aplaudida por hipocresía, interés o servilismo; podrá ser aún acatada, ya que la religión aprueba nuestra sumisión a los humanos poderes siempre y cuando éstos no obliguen a ningún acto contrario a las divinas leyes, en cuyo caso todos estarían obligados a oponer su resistencia, sin por ello constituirse en rebeldes.
No obstante, aunque este deber de sumisión en todo aquello que no se oponga a las obligaciones prescritas por la religión, hará aún más meritoria la obediencia, no será lo suficiente para convertir esta obediencia en afectuosa, alegre y espontánea, de forma tal que merezca el calificativo de amor y de veneración.
Sentimos, pues, veneración por la Patria, que en suave unión con la Iglesia contribuye al verdadero bienestar de la Humanidad. Y ésta es la razón porqué los auténticos caudillos, campeones y salvadores de un país han surgido siempre de entre las filas de los mejores católicos, de que los Santos sean invocados en los himnos de nuestra santa liturgia como Patronos de su país; ellos siguieron el ejemplo del Santo de los santos, que mientras obedeció a aquellos que ejercían autoridad y pagaba tributo al Cesar, al aproximarse a Jerusalén y prever su próxima ruina, derramó lágrimas abundantes; pues siendo una ciudad tan amada y favorecida por el Señor, no se había aprovechado de tantas gracias ni de la visita que Él mismo se dignó hacerle con el solo objeto de derramar sobre ella toda clase de bendiciones.
Discurso pronunciado por Su Santidad el Papa San Pío X el 20 de Abril de 1909.
Fuente: Rafael Merry del Val, “El Papa San Pio X: Memorias”.