Iturbide era la esperanza del porvenir........................
Por Oscar Lara Salazar*
El 27 de septiembre de 1821 fue el día mas feliz para este México nuestro; cuando el ejército trigarante; esto es, el ejército de las tres garantías, Religión, Unión e Independencia, encabezado por don Agustín de Iturbide, entró a la capital de la República para jurar la carta de la independencia.
Don Juan de Dios Peza, escritor y poeta, logró el testimonio de un viejo militante que fue actor de aquella entrada triunfal. Confiesa que quedó en su memoria como el día más hermoso de su vida, y el más grande para México. Bien vale la pena exhumar esa revelación para volver a vivir aquel momento histórico de luz y de grandeza.
Relato
Me acuerdo de todo como si lo viera –dijo el viejo soldado masticando la colilla de un puro recortado que amenazaba quemarle las blancas y gruesas hebras del bigote– me parece que está sucediendo todavía lo que sucedió entonces.
Ya se sabía en México que iba a entrar por las calles el ejército de las tres garantías, y las gentes estaban ansiosas de ver por primera vez tremolando libre en las manos de los guerreros el pabellón verde, blanco y encarnado.
Se hacían grandes preparativos para recibir al ejército, y como el Ayuntamiento no tenía dinero, un español que era Alcalde, don Juan José de Acha, facilitó 20 mil pesos, sin ningún rédito, a fin de dar brillo a la fiesta.
No ha vuelto a ver regocijo más grande en esta tierra, ni he visto entrar un cuerpo de ejército más numeroso que aquel por estas calles de Dios.
—¿Tú eras de Iturbide?— le preguntó Peza, interrumpiéndolo.
—No, nunca fui de Iturbide: yo -agregó el inválido cuadrándose, dejando correr dos lágrimas y suspirando- fui soldado del gran Morelos y luego me incorporé a las fuerzas del Sur con mi general Guerrero, y con esas fuerzas, que formaron parte del Ejercito Trigarante, entré a México el 27 de septiembre de 1821.
Desde la víspera, obedeciendo la orden dada el día 25, nos habían reunido a todos los cuerpos en Chapultepec para venir en columnas mandados por don Agustín de Iturbide. Como veníamos muchos, sobre todo los verdaderos insurgentes, desnudos y descalzos, nos vistieron con unos uniformes que habían servido al Regimiento del Comercio, y que nos parecieron flamantes, aunque en realidad estaban muy usados.
Por cierto que nos consolábamos repitiendo de memoria las palabras de la proclamación del día 20, en que se nos recomendaba el orden y la compostura para entrar a la capital. “Soldados: no os aflija vuestra pobreza y desnudez: la ropa no da virtud ni esfuerzos, antes bien, así sois mas apreciables, porque tuvisteis más calamidades que vencer para conseguir la libertad de la patria”.
—Háblame de la entrada del ejército trigarante, dime ¿Cómo fue, cómo desfiló, cómo lo recibieron?–persistió Peza.
—Había un sol muy hermoso, era un día claro, brillante, limpio; parecía que los cielos y la tierra estaban tan alegres como nuestros corazones. Y era natural, todos teníamos fe en Iturbide y en el porvenir. No había todavía desengaños, ni tristezas, ni odios ¡ah! ¡Qué hermoso, qué hermoso día 27!…
Al frente de la columna marchaba Iturbide, sin distintivo, montado en gran caballo negro, rodeado de su Estado Mayor, y arrogante como una estatua.
—¿Era muy querido Iturbide?
—¿El día 27 era idolatrado por todos, hasta por los soldados de Hidalgo y Morelos, y la verdad es que en el Plan de Iguala, en su proclama, nos había dicho:
“Esta misma voz que resonó en el pueblo de Dolores el año de 1810… Fijó también la opinión publica de que la unión general entre europeos y americanos, indios y criollos, es la única base sólida en que puede descansar nuestra felicidad”. Decir esto, y solicitar el concurso del general Guerrero, nos hizo a todos obedecerlo, y ¿por qué no decirlo?… ¡Venerarlo!…
Montaba muy bien a caballo y tenía distinción y garbo en sus movimientos. Entramos por la calzada de Chapultepec a la garita de la Piedad, tomando luego el paseo de Bucareli, la Avenida de Corpus Christi hasta la calle de San Francisco donde al frente al convento se levantó un arco de triunfo, debajo del cual esperaba el Ayuntamiento. Al llegar allí, el general Iturbide descendió del caballo y recibió en un azafate de plata y de manos del coronel don José Ignacio Ormaechea, Alcalde de primera elección, unas llaves de oro, que simbolizaban ser las llaves de la ciudad.
Un momento las tuvo entre sus manos Iturbide, y luego se las devolvió al coronel Ormaechea, diciéndole con voz robusta y clara:
Las llaves de la felicidad común cerradas para la irreligión…
—“Estas llaves, que le son de las puertas que únicamente deben de estar cerradas para la irreligión, la desunión y el despotismo, como abiertas a todo lo que puede hacer felicidad común, las devuelvo a vuestra excelencia, si ando de su celo que procurará el bien público al cual representa”.
Monto de nuevo a caballo, marchando seguido del ayuntamiento a pie, y de las parcialidades de indios de Santiago y San Juan, hasta el palacio sobre el cual ondeaba ya nuestra bandera.
Todas las casas estaban literalmente cubiertas de flores y colgaduras con los colores trigarantes. En los balcones despedían vivísimos rayos los platos y los jarrones de oro, de plata y de porcelana dura, pues las mejores piezas de cada vajilla se ostentaban como adornos distinguidos. Las señoras lucían en sus trajes y en sus peinados los colores verdes, blancos y rojos, y por donde pasaba el primer jefe atronaban el aire las vivas, los aplausos y las exclamaciones de la más intensa alegría.
Iturbide sonreía satisfecho; saludaba con afabilidad y con aristocrática atención a todos, hasta que se perdió de vista al entrar a palacio.
Apareció a pocos instantes en el balcón principal, y entonces desfiló en su presencia todo el ejército.
El viejo inválido dejó rodar de sus ojos otras dos lágrimas, cobrando su serenidad militar, prosiguió entusiasmado:
—Éramos en México más de 16 mil hombres. Después del desfile asistió el General Iturbide a un ”Te Deum” en la catedral, y enseguida escuchó el discurso que pronuncio el doctor Guridi y Alcocer orador de fácil palabra, que había sido diputado a las cortes de Cádiz.
Terminado todo esto, dirigióse el primer jefe del Ejército Trigarante al palacio, donde se efectuó un banquete de doscientos cubiertos.
Después del banquete fue Iturbide al paseo, donde le saludaron con nuevos vivas; volvió al palacio, y ahí el Ayuntamiento le obsequió un refresco. En la noche asistió al teatro. Toda la ciudad estaba profusamente iluminada. En cada corazón se abrigaban las más hermosas ilusiones para lo porvenir, y los verdaderos “Insurgentes”, los que volvíamos de una lucha larga y terrible, pensando en la desgraciada pero gloriosa muerte de nuestros caudillos, nos consolábamos exclamando:
—“Si se ve desde el cielo lo que pasa en la tierra, estarán ya tranquilos y satisfechos todos los mártires de la causa de 1810; ellos, sin más elementos que sus esfuerzos propios, sin más valuarte que sus convicciones, sin otra fuerza que la del derecho y la justicia, derramaron su sangre generosa y hoy el pueblo los bendice al consumar su independencia”.
Al terminar este relato –finaliza diciendo Juan de Dios Peza– el viejo asistente se quedó meditando, y con la vista clavada en el infinito, como si delante de sus ojos desfilaran todos los que habían muerto por la Patria.
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En este mes patrio, bien vale la pena arrojar luz sobre testimonios tan importantes y emotivos para refrescarnos la memoria que la Independencia que hoy gozamos no fue obra del destino, fue el resultado de gestas heroicas de hombres muy connotados, pero también, de muchos hombres anónimos como el que nos comparte don Juan de Dios Peza.
*Cronista de Badiraguato. Fuente: La Voz del Norte
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