Dejemos que el mundo se afane por lo suyo; dejemos que Herodes se turbe; dejemos que en Jerusalén nadie se dé cuenta de nada, que cada cual esté en sus negocios, en sus placeres, en sus caprichos. Nosotros hagamos como María y José: toda nuestra atención esté puesta en ese Niño que ha de nacer, y ha de cambiar tan profundamente nuestra historia por su nacimiento. Hagamos como los pastores, que dejan todas las ovejas en el campo y corren a lo único importante: ver con los propios ojos al Salvador recién nacido, a quien encuentran...¿en un palacio, rodeado de guardas, cuidado ricamente? No: en un pesebre, envuelto en pañales... Hagamos como los Magos, que se separan de todo, se van de su corte real, y todo lo sacrifican en aras de un Niño, al que deben buscar en Occidente, en la dirección de Jerusalén... Nadie les hace caso, pero ¿qué les importa? Ellos siguen su estrella, esa estrella que los conduce a Belén, y en Belén, a la casa en que encuentran a un Niño junto a su Madre y a San José, y sin embargo adoran en Él a Dios, ofreciéndole incienso, reconocen en Él al Rey del universo, ofrendándole oro, y confiesan su naturaleza mortal y pasible, presentándole mirra.... Que la sonrisa de Jesús niño, desarme todos nuestros recelos e ilumine todas nuestras sombras, y, al poner los labios en el pétalo celeste de sus plantas, se abata la orgullosa rebeldía de nuestro pecado: que no queda lugar más que para el gozo del llanto humilde, reverencial y tierno del niño que otrora fuimos y que volvemos a ser -¡ay, del que no!- cada Navidad.
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