Cerremos hoy, los ojos, y abramos oídos y corazón al melodioso vocerío de las campanas…
Su primer clamor venía a apagar en nuestra atmósfera el ronquido de aquelarre del caracol de guerra del Huichilobos. Y ese inicial clamor tenía el ritmo que acompasaba un balanceo de cuna, porque daba noticia, a los ángeles de Dios, de que una Patria nueva nacía.
Fue primero, menudamente, la campanilla que, en la diestra nervuda de algún soldado cortesiano, sabía trocar el mandoble derribador de ídolos por el reverente y jubiloso tintineo exaltador del verdadero Dios, al subrayar el momento de la Elevación en las misas de campaña del buen fraile mercedario Bartolomé de Olmedo. Fueron después, solemnes, las graves campanas del Convento de San Francisco, congregando a los indios para el propósito de adoctrinar y hacer vivir en cristiana vía. Fueron, más tarde, las campanas de todos los templos que brotaron, como por milagro, en estas tierras. Y todas anunciaron el nacimiento de la Patria soñada por la anchurosa ambición del venturoso capitán don Hernando de Cortés.
Desde entonces, su vibración surcó, sonorosa y ondulante, los aires de la Historia mexicana. Cantaron las campanas nuestras dichas colectivas. Dieron, también la voz de alarma en las horas negras en que el amago extranjero o la interna discordia amenazaron estrujar, uno a uno, los pétalos de la flor exquisita de nuestra autenticidad. Fue así que convocaron a los vecinos de nuestras ciudades costeras cuando los ataques de la envidia hecha piratería hincaban en ellas su zarpa, durante los siglos virreinales. Tuvieron el mismo acento militar al ser asaltadas las poblaciones de los inmensos, distantes territorios norteños por las oleadas ululantes de los indios bárbaros. No de otra suerte hubieron de sonar cuando la marcha de los invasores yanquis preludiaba dolorosas mutilaciones geográficas: nuestras campanas, entonces, tocaron a rebato y somatén llamando a la guerra santa a todos los hombres capaces de empuñar un arma.
Supieron también las campanas ser las rectoras de esos dos pulmones espirituales que fueron nuestros conventos y nuestras ciudades. Marcaron en ellos las horas de la vida, y distribuyeron, sabiamente, con sus toques que dividían la jornada, el maravilloso dinamismo que, dentro de unos y otras, sabía ir construyendo la Patria… Hoy, los que desatentados y fuera de centro nos movemos y agitamos, sin saber por qué ni a dónde, no somos ya capaces de comprender toda la trascendente dimensión de aquella actividad, recia por serena, y fecunda por ordenada ya que –según la Filosofía- el orden, para el hombre implica una meta, un fin personal y nacional conocido y querido, y un empleo tesonero y sagaz de los medios que lo logran.
Es por ello que hay que volver al íntimo y glorioso sentido de nuestras viejas campanas; esas que, ya en la torre que señorea el caserío rural, ya en el campanario catedralicio, en su voz repiten el hosanna con que nuestras esencias nacionales renuevan, cada día -en la invencible reiteración secular de la Tradición-, la vigencia de la Realeza social de Cristo. Porque esa Realeza ha amparado -desde los primeros frailes franciscos hasta nuestros días-, en el repique de las campanas, a cada miembro de las generaciones mexicanas. En la hora en que viene al mundo y en la hora en que deja su mala posada para realizar el tránsito supremo a la Patria de la Bienaventuranza. Y también en la dulce algazara de las bodas, cuando su lengua de bronce nos dice, amorosamente, el presagio de la fecundidad conyugal en que se contiene, en símbolo y en prenda, la perennidad de México. De esta suerte, si las campanas signan nuestra aparición y desaparición en lo individual, rubrican y aseguran la persistencia de la Patria histórica, la que es a su vez atisbo luminoso de la eterna, gigante Patria ultraterrena en que gentes de todo pueblo y raza confluyen para oír, en un redoblar inacabable, las campanas de unas bodas sin término en la duración y sin medida en el gozo.
Oscar Méndez Cervantes