Discípulo. —Padre, quiere explicarme ¿el porqué del título de este librito?
Maestro. —Escucha el siguiente caso: Se cuenta de una jovencita, que habiendo caído desgraciadamente en uno de aquellos pecados, que más vergüenza dan confesarlos, vivía muy triste y desconsolada. Así pasaron muchos meses, sin que ninguna de sus compañeras pudiera conocer la causa de tanta aflicción. Entretanto falleció santamente otra muchacha muy virtuosa, íntima amiga suya. Pocos días después de sepultada, una noche, en lo más profundo del sueño, nuestra jovencita oye llamarse por su propio nombre; reconoce la voz de su compañera difunta que le repetía: ––“Confiésate bien... ¡si supieses cuán bueno es Jesús!— Confiésate bien... ¡si supieses cuán bueno es Jesús!”
Tomó como revelación del cielo aquella voz, cobró ánimo; resuelta ya, confesó aquel pecado que tanta vergüenza le daba confesarlo y por el que tanto había llorado. Desde aquel instante experimentó tal alivio y tanto consuelo, que a todos refería lo que le sucedía, repitiendo a su vez: “¡Probadlo y veréis cuán bueno es Jesús!”
D. — ¡Ah, sí! Lo creo enteramente, pues yo mismo he experimentado mil veces tal verdad.
M. —Entonces da rendidas gracias a Dios, y sigue confesándote bien. ¡Ay de aquél que se descarriare por las sendas de los sacrilegios! Será para él la mayor de las desgracias; quién sabe si continuará así hasta la muerte y acabará por perderse eternamente.
D. — ¿Es, pues, un gran mal la confesión mal hecha?
M. —Es la principal causa de la condenación de las almas.
D. — ¿De veras, Padre?
M. —Certísimo. Las Confesiones mal hechas son la causa de la perdición eterna de muchas almas
D. —Padre, usted exagera.
M. —De ningún modo; no soy yo quien lo dice: lo aseguran los santos más duchos en las vías del espíritu; lo contempló en una visión Santa Teresa.
Estaba la Santa en oración y he aquí que al punto ve abrirse ante sus ojos un abismo profundísimo, todo repleto de fuego, encendido en vivas llamas y precipitarse numerosísimas, como los copos de nieve en invierno, las infelices almas. Espantada la santa alza los ojos al cielo y exclama: —“Dios mío, Dios mío”, “Qué es lo que veo— ¿Quiénes son tantas almas pobrecitas? —Seguramente son de pobres infelices, de idólatras, de turcos, de judíos. . .”
—No, Teresa, le responde Dios. Sepas que las almas que ves ahora precipitarse en el infierno, por permisión mía, son todas ellas almas de cristianos como tú.
—Pero serán almas de gente que ni creían ni practicaban la religión, ni frecuentaban los sacramentos.
—No, Teresa, no. —Sepas que todas estas almas son de cristianos, bautizados como tú, que como tú creían y practicaban...
—Más no se habrán confesado nunca, ni en la hora de la muerte...
—Son almas que se confesaban y que se confesaron en el trance de la muerte... -¿Cómo, pues, Dios mío, se condenan?
–– ¡Se condenan porque se confesaron mal!... Vé, Teresa, cuenta a todos esta visión y conjura a todos los obispos y sacerdotes a no cansarse nunca de predicar sobre la importancia de la confesión y contra las confesiones mal hechas, a fin de que mis amados cristianos no vengan a convertir la medicina en veneno y a servir para su daño de este Sacramento, que es el Sacramento de la misericordia y del perdón.
D. — ¡Jesús mío!— ¿Son, pues, tantas las confesiones mal hechas?
M. —San Alfonso, San Felipe Neri, San Leonardo de Porto Mauricio están de acuerdo en afirmar que, ciertamente las confesiones mal hechas son sin número. Los que pasan su vida en el confesonario y a la cabecera de los moribundos, saben que dicen la pura verdad.
Y nosotros, en nuestras correrías apostólicas, predicando ejercicios y misiones, debemos afirmar lo mismo. El padre Sarnelli, en su obra “El Mundo Santificado”, exclama:
“Verdaderamente, son sin número las almas que hacen confesiones sacrílegas; lo saben en parte los misioneros que tienen larga experiencia y lo sabremos todos con sumo estupor en el valle de Josafat. Y no sólo en las grandes ciudades, sino también en las pequeñas poblaciones, en las mismas comunidades; entre gentes que pasan por piadosas y devotas; se cometen a montones los sacrilegios”.
El Padre Tranquilini, de la Compañía de Jesús, habiendo sido llamado para asistir a una señora gravemente enferma, marcha con solícita premura y la confiesa: más al tiempo de ir a darle la absolución, siente una mano de hierro que se lo impide.
—Señora, le dice, tal vez se habrá olvidado usted alguna cosa...
—No, Padre, hace ocho días que me estoy preparando.
Habiendo orado brevemente el Padre, de nuevo intenta absolverla, mas, de nuevo, la misma mano se lo impide.
—Dispense, señora, insiste el Padre, tal vez no se atreve a confesar algún pecado...
–– ¿Cómo? Usted me ofende ¿quiere usted suponer que me atreva a cometer un sacrilegio?
Por tercera vez pretende el Padre absolverla y por tercera vez la misma mano se lo impide.
No pudiendo comprender qué misterio se ocultaba en un hecho tan extraordinario, se arrodilla y llorando ruega a la señora que no se engañe a sí misma, que no quiera condenarse.
–– ¡Padre, dice entonces, hace quince años que me confieso mal!
He aquí cómo es fácil encontrar casos de malas confesiones.
D. —No siga, Padre; tiemblo de espanto.
M. —Más vale temblar aquí, que arder allá. Y aquí viene muy a propósito la aseveración de San Juan Bosco, quien en uno de sus opúsculos, sobre la confesión, dice textualmente: “Os aseguro que mientras escribo, me tiembla la mano al considerar el número de cristianos que se condenan solamente por haber callado o por no haber confesado sinceramente, ciertos pecados”.
D. — ¿Solamente por no haber confesado sinceramente ciertos pecados?
M. —Sin duda. —Quien, por ejemplo, se confiesa de malos pensamientos, habiendo cometido también acciones, o sea actos impuros; quien se confiesa de haber cometido tales actos sólo, siendo así que los cometió con otros; quien calla el número determinado de los pecados o las circunstancias; quien, interrogado por el confesor, responde falsamente; etc. Todos éstos se confiesan mal.
D. — ¿Qué piensan estos infelices?
M. —Creen que más adelante podrán remediarlo todo, es decir, se confiesan para vivir como antes, cuando toda confesión se debe practicar como si fuese la última de la vida.
Cierto día se confesó con un célebre misionero una mujercilla del vulgo. De vuelta de confesarse, por casualidad, pasó sobre la losa que cubría una tumba. Gastada por el tiempo, la losa cedió el peso de la mujer, la cual de golpe se cayó dentro de la fosa entre cráneos y huesos. Imagínense el espanto de los circunstantes y, sobre todo, el terror y los gritos de aquella pobrecilla.
—Cuando, después de muchas fatigas fue sacada de allí abajo, aunque casi incólume, sin pérdida de tiempo corre al confesonario de nuevo y le dice al Padre: hasta ahora me he confesado para vivir, más ahora que he visto la muerte cara a cara, quiero confesarme para morir. Y reparó con una buena confesión la que antes había hecho mal.
D. — ¡Oh, cuánto es terrible el pensamiento de la muerte!
M. —Terrible es, pero muy saludable, y precisamente por esto debemos tenerle presente cada vez que vamos a confesarnos.
Entre los muchísimos casos maravillosos que se cuenta de San Juan Bosco se lee el siguiente: Se estaban practicando en el Oratorio Salesiano de Turín los santos ejercicios espirituales, y mientras todos, alumnos y conversos, con gran seriedad y piadosa circunspección procuraban sacar fruto espiritual para sus almas, un joven reacio a toda buena exhortación y a los más solícitos cuidados de Don Bosco y de los otros Superiores, se obstinaba en no quererse confesar en aquella circunstancia. Toda clase de recursos habían tentado aquellos buenos Padres para reducirlo a mejor consejo, más inútilmente. El repetía siempre la misma cantinela: “Otra vez, ahora no... Después lo pensaré... No me puedo decidir, ahora”.
Con estas excusas se llegó hasta el último día; entonces Don Bosco recurre a una estratagema. Tomando una hoja de papel escribió estas palabras: “¿Y si me muriera esta noche?”... y se fué a depositarla entre la sabana y la almohada del pobrecito. Llegada la noche, todos se fueron a dormir; también nuestro joven distraídamente se desnuda; más he aquí que al querer meterse en la cama, se encuentra con aquel papel. ––Una exclamación de estupor se escapa de sus labios; toma luego el papel, lo mira, lo desdobla y viendo que hay algo escrito, aguza los ojos y lee: “¿Y si me muriera esta noche?... Don Bosco”.— ¡Don Bosco!, exclama, y Don Bosco es un santo.., sabe lo que tiene que suceder... ¡Quién sabe si sucederá lo que él teme! ¿Y si me muriera esta noche? Yo no quiero morirme, quiero vivir, lo quiero con toda mi alma... Entretanto, para no ser notado de sus compañeros, se acuesta, se tapa y procura con todo ahínco dormirse.
Pero ¡qué! ¿Dormir en aquel estado?... ¿con aquellas palabras que le punzan como aguda espina?... ¡Imposible!—Da vueltas y más vueltas en la cama, cierra bien los ojos... todo inútil; oye siempre muy vivamente el sonido de aquellas palabras, le parece ver el infierno abierto, a Jesús, que le condena, y dice para sí: “¡Pobre de mí! ¡Si realmente me hubiera de morir!”... Un escalofrío lo invade, suda a mares... ––Ah, no, exclama, no quiero ir al infierno, quiero confesarme!... —Se encomienda a María Auxiliadora, a su Ángel Custodio, y en seguida, resueltamente se viste, sale despacio, baja la escalera, atraviesa los corredores, sube a la habitación de Don Bosco y llama.
Don Bosco, que como buen padre esperaba, abre y pregunta.
–– ¿Quién es?— Qué desea a estas horas?
Oh, Don Bosco! quiero confesarme.
—Pasa, adelante, ¡si supieses con cuanto anhelo te esperaba!
Introducido en la antesala, se arrodilla, se confiesa con la más dolorosa y sincera confesión. Lleno del mayor consuelo, con el perdón que Jesús le ha otorgado, se vuelve feliz y tranquilo a la cama. —Se acabó el miedo; ya no le espanta el pensamiento de la muerte. — “¡Oh!, dice, ¡qué contento estoy! Aunque hubiera de morirme esta noche, no me importa, experimento la gracia de Dios, soy amigo de Jesús”. ––Se duerme plácidamente y sueña... que tiene el Paraíso abierto, los Ángeles regocijados vuelan a su derredor cantando los más bellos loores, los más dulces himnos.
D. –– ¡Dichoso joven!
M. —Y dichosos también aquellos que creen y se aprovechan debidamente del gran tesoro que poseemos en la confesión, que seguramente se librarán del infierno. Muy de otro modo le pasó a la miserable del suceso que voy a referir.
Habiendo sido llamado San Leonardo de Porto Mauricio para asistir a una moribunda, fuese allá inmediatamente, acompañado de un hermano lego. Confesada la enferma sale tranquilo en busca del compañero que le esperaba en la antesala. Ya se disponía el santo a marcharse, cuando el hermano, muy triste y asustado, le dice:
––Padre Leonardo, ¿qué significa lo que he visto?
–– ¿Qué cosa?
–– He visto una mano horrendamente negra, que se movía en la antecámara, y apenas salió usted se entró con la rapidez del rayo en el aposento de la enferma.
A tal relato San Leonardo vuelve atrás, se dirige hacia la moribunda y ¡oh terrible escena! aquella mano negra ahogaba a la desgraciada que con los ojos exorbitados y la lengua fuera, moría gritando: “¡Malditos sacrilegios, malditos sacrilegios!”
D. —Oh Padre, verdaderamente las malas confesiones son la causa principal de la condenación de las almas.
M. —Guerra, pues a la mentira, y guardemos siempre candorosa sinceridad en la confesión.
Pbro. Luis José Chiavarino
CONFESAOS BIEN