Estaba la Santa en oración y he aquí que al punto ve abrirse ante sus ojos un abismo profundísimo, todo repleto de fuego, encendido en vivas llamas y precipitarse numerosísimas, como los copos de nieve en invierno, las infelices almas. Espantada la santa alza los ojos al cielo y exclama:
—“Dios mío, Dios mío”, “¿Qué es lo que veo?— ¿Quiénes son tantas almas pobrecitas? —Seguramente son de pobres infelices, de idólatras, de turcos, de judíos. . .”
—No, Teresa, le responde Dios. Sepas que las almas que ves ahora precipitarse en el infierno, por permisión mía, son todas ellas almas de cristianos como tú.
—Pero serán almas de gente que ni creían ni practicaban la religión, ni frecuentaban los sacramentos.
—No, Teresa, no. —Sepas que todas estas almas son de cristianos, bautizados como tú, que como tú creían y practicaban...
—Más no se habrán confesado nunca, ni en la hora de la muerte...
—Son almas que se confesaban y que se confesaron en el trance de la muerte...
--¿Cómo, pues, Dios mío, se condenan?
--¡Se condenan porque se confesaron mal!... Vé, Teresa, cuenta a todos esta visión y conjura a todos los obispos y sacerdotes a no cansarse nunca de predicar sobre la importancia de la confesión y contra las confesiones mal hechas, a fin de que mis amados cristianos no vengan a convertir la medicina en veneno y a servir para su daño de este Sacramento, que es el Sacramento de la misericordia y del perdón.
Fuente: “Confesaos Bien”. Padre José Luis Chiavarino.