Hoy celebramos a San Ignacio de Loyola, defensor contra las acechanzas del demonio.
San Ignacio tiene gran imperio contra los demonios, según lo dice la Iglesia en su oficio “In deamones mirum exercuit imperium”. En Roma y Padua, echado de los cuerpos por virtud de San Ignacio, exclamó el demonio dando bramidos: "No me mentéis a San Ignacio, que es el mayor enemigo que tengo en el mundo”.
Nació y fue bautizado como “Iñigo” en 1491, en el Castillo de Loyola, España. Era el más chico de once hijos. Quedó huérfano y fue educado en la Corte de la nobleza española.
Fue hasta que Iñigo tenía 46 años, que dejó de usar ese nombre y comenzó a usar “Ignacio”, a causa de su devoción por el obispo mártir, san Ignacio de Antioquía.
Quiso ser militar. Sin embargo, a los 31 años en una batalla contra Francia, cayó herido de ambas piernas por una bala de cañón. Los enemigos lo capturaron, y quedaron impresionados por el coraje de Íñigo, así que lo llevaron en una camilla a través de España hasta su casa en Loyola, donde comenzó un largo periodo de recuperación pues estuvo a punto de morir.
Durante su recuperación, quiso leer novelas de caballería, pero los únicos libros que habían eran: La Vida de Cristo y La Leyenda Dorada, un libro sobre las vidas de los santos. Estos libros y el aislamiento del periodo de recuperación provocaron en él una conversión del corazón. Experimentó el don de la consolación de Dios de tal manera que su vida cambió.
Pensaba: “Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo, también yo puedo hacer lo que ellos hicieron”.
Una noche, Ignacio tuvo una visión que lo consoló mucho: la Madre de Dios, rodeada de luz, llevando en los brazos a su Hijo, Jesús.
Con el tiempo se dio cuenta que los pensamientos que venían de Dios lo llenaban de consuelo, paz y tranquilidad. En cambio, los pensamientos del mundo le deleitaban, pero lo dejaban vacío. Cuando se repuso, se fue a Montserrat, donde pasó una noche de vigilia ante la Virgen.
Fue ahí cuando le ofreció su espada como símbolo de una nueva vida y donde decidió llevar una intensa vida de oración y penitencia durante casi un año. Mendigaba su comida, enseñaba catecismo y ayudaba en los hospitales.
San Ignacio comenzó a escribir experiencias espirituales, que más tarde le sirvieron para su famoso libro sobre “Ejercicios Espirituales”.
San Ignacio decidió ir a Jerusalén, donde él quería servir a Dios por el resto de su vida. Luego se dio cuenta de que no era posible, por lo que regresó a España cuando tenía 33 años. En este tiempo, Iñigo se dio cuenta de que para dar un servicio excepcional a Dios eran necesarios los estudios.
Estudió latín, artes, humanidades y filosofía. Convirtió a muchos pecadores, al grado que fue encarcelado dos veces por predicar, pero en ambas ocasiones recuperó su libertad.
Decidió ser sacerdote y se fue a París, donde terminó sus estudios en teología. Ahí animó a muchos de sus compañeros universitarios a practicar con mayor fervor la vida cristiana. Se le unieron 6 amigos (entre ellos San Francisco Javier) y todos hicieron con él voto de castidad, pobreza y vida apostólica. Más tarde se convertirían en los primeros miembros de la “Compañía de Jesús”, la orden que Fundó san Ignacio.
Luego de que todos fueron ordenados sacerdotes, la Compañía de Jesús fue formalmente aprobada por el Papa Pablo III el 27 de septiembre 1540 e Ignacio fue elegido como su primer Superior General.
La Compañía de Jesús tuvo un papel muy importante en contrarrestar los efectos de la Reforma religiosa encabezada por el protestante Martín Lutero y con su esfuerzo y predicación, volvió a ganar muchas almas para la única y verdadera Iglesia de Cristo.
San Ignacio pasó el resto de su vida en Roma, dirigiendo la congregación y dedicado a la educación de la juventud y del clero, fundando colegios y universidades de muy alta calidad académica.
Finalmente murió el 31 de julio 1556 a la edad de 65 años. Fue beatificado el 27 de julio de 1609 por Pablo V, y canonizado en 1622 por Gregorio XV. Él es el patrón de los retiros espirituales y de los soldados.
Sin duda, su vida nos enseña a saber desprendernos de las riquezas y a transmitir a los demás el entusiasmo por seguir a Cristo.