Estatua de San Pablo en la Basílica de San Pablo Extramuros |
El católico debe renovar su espíritu y transformarlo para buscar lo que Dios quiere, lo que es bueno, y no debe acomodarse al siglo, pues el mundo es contrario a Dios y es uno de los enemigos del alma junto con el demonio y la carne, como enseña el Catecismo. La Iglesia debe transformar al mundo, como levadura de Dios y no el mundo transformar a la Iglesia. Cristo es siempre el mismo, ayer, hoy y eternamente (Hebreos XIII, 8). Su Verdad es inmutable, no cambia. La Palabra de Dios es perenne. Los cielos y la tierra pasarán pero sus palabras no pasarán (Mt XXIV, 35). El dogma nunca pueda variar su significado. Por ello San Pablo nos advierte: "Aun cuando nosotros mismos, o un ángel del cielo os predicase un Evangelio diferente del que nosotros os hemos anunciado, sea anatema" (Gal 1, 8). E insiste nuevamente para aquellos a quienes pudiera no haber quedado claro: "Os lo he dicho, y os lo repito: Cualquiera que os anuncie un Evangelio diferente del que habéis recibido, sea anatema. Porque en fin ¿busco yo ahora la aprobación de los hombres, o de Dios? ¿Por ventura pretendo agradar a los hombres? Si todavía prosiguiese complaciendo a los hombres, no sería yo siervo de Cristo" (Gal 1, 9-10).
¿Queremos ser siervos del mundo, de los hijos de este siglo y sus errores, o queremos ser siervos de Cristo?
No busquemos entre los muertos -¡muertos en vida!- la podredumbre del error, sino busquemos la Verdad liberadora, la Verdad misma que no cambia, que está -perennemente- en Cristo que ha resucitado. Él es la Verdad, el Camino y la Vida.