En el Evangelio (Mt 13, 1-23) escuchamos que Jesús se sentó junto al mar y se le acercó tanta gente para oír su palabra que hubo de subirse a una barca para hablarles desde ella. Y comenzó a enseñarles: Salió un sembrador a sembrar, y la semilla cayó en tierra muy desigual, produciendo frutos muy diversos en calidad y en cantidad.
Podemos meditar esta parábola desde una doble perspectiva. La semilla que se siembra y el terreno que acoge dicha semilla. Qué representan la semilla y los diversos tipos de tierra y que aplicación debemos hacer a nuestra vida cristiana.
No olvidemos que Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza. Por medio de ellas invita, pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo; las palabras no bastan, hacen falta obras. Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra? ¿Qué hace con los talentos recibidos (cf. Mt 25, 14-30)?. Las palabras de Jesús nos muestran con toda fuerza la responsabilidad que tiene el hombre de disponerse para aceptar y corresponder a la gracia de Dios.
I. “Este sembrador es el Hijo de Dios, que ha venido a sembrar entre los pueblos la palabra de su Padre” (San Jerónimo). “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros antepasados por medio de los profetas, ahora en este momento final nos ha hablado por medio del Hijo” (Heb 1, 1-2).
En efecto, Dios ha hablado. Por amor, se ha revelado y se ha entregado al hombre. De este modo da una respuesta definitiva y sobreabundante a las cuestiones que el hombre se plantea sobre el sentido y la finalidad de su vida.
Más allá del testimonio que Dios da de sí mismo en las cosas creadas, se manifestó a nuestros primeros padres. Más tarde, eligió a Abraham y selló una alianza con él y su descendencia. De él formó a su pueblo, al que reveló su ley por medio de Moisés y preparó por los profetas para acoger la salvación destinada a toda la humanidad.
Dios se ha revelado plenamente enviando a su propio Hijo, en quien ha establecido su alianza para siempre. El Hijo es la Palabra definitiva del Padre, de manera que no habrá ya otra Revelación después de El (CATIC, 50-73). Pero el mismo Jesús dice a los Apóstoles: “Quien a vosotros oye, a mí me oye; quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia; y quien a mí me desprecia, desprecia al que me ha enviado” (Lc 10, 13-16). Por eso “sabemos las verdades que Dios ha revelado por medio de la santa Iglesia, que es infalible: esto es, por medio del Papa, sucesor de San Pedro, y por medio de los Obispos, sucesores de los Apóstoles, los cuales fueron, enseñados por el mismo Jesucristo” (Catecismo Mayor).
II. La respuesta adecuada a la revelación de Dios es la fe del hombre. Obedecer ("ob-audire") en la fe, es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. La fe es una gracia, pero también un acto humano
“No es culpable el sembrador de que se pierda la mayor parte de la siembra, sino la tierra que la recibe, es decir, el alma, porque el sembrador, al cumplir su misión, no distingue al rico ni al pobre, ni al sabio ni al ignorante, sino que habla indistintamente a todos, en previsión, sin embargo, de lo que había de resultar” (San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, 44,3).
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Dios cuenta con el buen uso de la libertad y la personal correspondencia de cada uno de nosotros. Espera que seamos un buen terreno que acoja su palabra y dé frutos: “Lo único que nos importa es no ser camino, ni pedregal, ni cardos, sino tierra buena” (San Juan Crisóstomo, ibid.).
A su vez, si queremos y somos dóciles, el Señor está dispuesto a cambiar en nosotros todo lo que sea necesario para transformarnos en tierra buena y fértil. Hasta lo más profundo de nuestro ser, el corazón, puede verse renovado si nos dejamos arrastrar por la gracia de Dios, siempre tan abundante.
Examinemos si estamos correspondiendo a las gracias que el Señor nos está dando, si aplicamos el examen de conciencia y la Confesión frecuente. Si preparamos el alma para recibir las inspiraciones de Dios...
Y para ello acudimos a los méritos y la intercesión de la Virgen María, que acogió a la palabra de Dios en sus entrañas purísimas y la meditaba en su corazón, y a la de todos los santos que –a lo largo de los siglos- han sido transformados por su correspondencia a la gracia divina.
P. Ángel David Martín R.