Hubo un tiempo en que los hombres solían y sabían escuchar los sonidos que desde el campanario les llegaban.
Era natural para ellos, descifrar un tañido, acatar un repique o interpretar un martilleo.
Aquella música de metales, lanzada hacia el horizonte del viento, les advertía a los hijos de una comarca si la tormenta montañosa estaba cerca, si el enemigo secular acechaba, si era la hora irrenunciable del “Angelus”, si el júbilo daba motivos para enarbolarlo por las calles, o si la muerte se había aposentado en el terruño.
A cada son un significado y una conducta acorde.
La Cristiandad jerarquizó a la campana y la hizo signo cultual, para que al canto de sus redobles, los pueblos estuvieran prontos, dispuestos y atentos a vivir en conformidad con la Trinidad Santísima.
San Paulino, San Benito o San Beda dan testimonio del valor de las campanas en los ritmos litúrgicos de la Iglesia, así como de la liturgia en los ritmos del humano acontecer.
La campana bendecida era ya un objeto sagrado; como el anillo en una boda... Por eso en solemne rito, podía un Obispo bautizar y consagrar campanas, como podían los fieles guardarla muda, hasta que no recibiese la bendición condigna.
Profana, era su destino de silencio y de llano. Bendita, era izada en el torreón más alto y comenzaba a hablar.
Una vez erguida en su trono de piedra y de madera, se convertía en la compañía del cristiano en su decurso temporal, en su itinerario por los cuatro rumbos posibles del espacio, y en el tránsito hacia la vida eterna.
La oía durante su primera comunión, durante la jornada de sus nupcias, cuando la proclamación de la Pascua o en la vigilia de la Nochebuena. La oía si regresaba o se alejaba de su casa, y hasta por el altísono de su melodía se daba cuenta el peregrino si llevaba buen rumbo.
Ha dicho bien quien dijo que la campana es un apóstol infatigable. Predica, exhorta, anima, reprende; y no cesa su vibrante llamado porque la lluvia arrecie o porque el sol parta los muros desde lo alto.
Como apóstol celoso de su mandato, alegra a los que creen y muerde el corazón encallecido de incrédulos y odiadores de la Fe.
“La herejía no quiere las campanas”, escribía el Cardenal Pie. “Preguntad a Lutero y a Calvino. No las quiere porque la campana sigue siendo ortodoxa, porque su voz no cambia para prestarse a la disonancia de la doctrina o a las alteraciones del dogma. La campana no es apóstata”.
Sin espacios de sombra sónica; sin memoria atonal, sin tabalear banalidades tras las ojivas y los cimborrios; sin estruendos y evidencias, antes bien, suscitadores ecos; “mirad cómo escucháis”, predica el Señor en el Evangelio.
Así escuchaban en Occidente, cuando Occidente cabalgaba entre pendones.
De esto se trata, por si nos vamos entendiendo. De propagar el mensaje del santuario, desde la altura y el interior de las bóvedas y arcos, hasta la anchura y el largor de la planicie toda. De levantar los largos y culposos olvidos del valle, con el concierto impar de las campanas sagradas.
“Las campanas son ejércitos angélicos” –enseñaba Juan Carlos Goyeneche- “que hablan al espíritu con un idioma que los hombres de hoy no quieren entender”.
Tomado de “Carillón de cielo y tierra” de Antonio Caponnetto
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